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LANGOSTAS AJENAS

 

Mi inclinación a los asuntos gastronómicos se debe, en primer lugar, a la formación que recibí de mis padres, más con el ejemplo que otra cosa. (Mi madre era excelente cocinera y mi padre presumía de lo mismo, pero realmente no llegaba al nivel de ella. Como quiera, mi papá hacía algunos pocos platillos sensacionales). El segundo factor que determinó buena parte de mi futuro profesional fueron los 28 años que trabajé en Conasupo –la Compañía Nacional de Subsistencias Populares-, relacionados con maíz, trigo, frijol, arroz, huevos, carne y leche, principalmente.

Recién entré a trabajar a Conasupo, a los diecinueve años, de repente me desaparecía un rato hacia el mediodía para ir a una taquería cercana donde hacían unas excelentes carnitas. Me comía unos ocho tacos (con cebolla, cilantro y salsa) y regresaba muy disimulado a trabajar, masticando un chicle de menta. Esta costumbre dejó de serlo cuando en cierta ocasión una secretaria compañera de trabajo, me dijo en alta voz: “Ya viene usted otra vez oliendo a trompita, licenciado”.

En esa institución gubernamental me tocó diseñar una investigación sobre el subsidio a la tortilla y llevarla a cabo, visitando personalmente los 1,111 molinos de nixtamal que existían entonces en el valle de México (la cifra, como se puede ver, es inolvidable). Para ello, durante varios meses me levanté en la madrugada y a las cinco de la mañana me recogía en la casa un inspector que conocía bien la ubicación de esos establecimientos (que, dicho sea de paso, son meros metates motorizados: en efecto, lo que muele son dos piedras cilíndricas, una fija y otra giratoria, y entre ambas pasa el nixtamal). Además de lo interesante de esa industria artesanal, conocí gran cantidad de lugares populares para comer.

Recuerdo que en el mercado de Tláhuac disfrutábamos de un delicioso almuerzo en una fonda, con unos frijoles de olla de campeonato, cuando mi compañero, el inspector, hizo una mueca de disgusto y tomando entre los dedos índice y pulgar algo que sacó de su boca, le dijo a la dueña: “Oiga señora, cuando limpie los frijoles póngase los anteojos”.

Con el mismo colega conocí el caldo de migas, en una fonda cercana a Lecumberri (cuando aún era penitenciaría). Es de los pocos platillos típicamente capitalinos: se fríen ajos y ya doraditos se les agrega caldo de pollo, epazote, chile cascabel y bastantes trozos de pan, para que todo hierva junto y el pan se aguade por completo. Es una delicia del pueblo ya casi desaparecida (no confundirla con las migas norteñas, que son huevos revueltos con totopos mezclados). Años después descubrí que lo hacen también en el mercado Beethoven, allá por la colonia Vallejo, y hace poco lo probé frente al mercado de Tepito, donde le agregan pata de res. (Este sencillo guiso es primo de la sopa de ajos española, pero no se le pone huevo ni se gratina, en tanto que ésta no lleva chile ni epazote).

Yo lo preparo cada dos meses aproximadamente y guardo unos seis envases de a litro en el congelador, listo para desayunármelo (es ideal para trasnochados y aunque no es ese mi caso habitual, de repente sí se ofrece). Uso una receta de mi padre para hacer el caldo de pollo, mejorada por mí: él ponía a hervir tres o cuatro kilos de patas o de rabadillas en mucha agua y cuando ésta se reduce a la mitad, ya quedó listo un espeso caldo; mi mejora consiste en apachurrar periódicamente las patas con uno de esos utensilios para hacer frijoles refritos, desbaratando las coyunturas y huesos para que suelten toda su sustancia.

El desenlace de la investigación sobre el subsidio a la tortilla fue retirarlo, pues había grandes desviaciones de este en perjuicio del consumidor y de las finanzas públicas. Me impresionó que para llevar a cabo ese retiro se implementó un pago a los propietarios molineros, de acuerdo con la dotación de maíz que tenían asignada, solo para que no hicieran alboroto, y a tres líderes de la C. T. M. –donde estaban afiliados los sindicatos de los trabajadores de los molinos-, se les dio una fuerte cantidad de dinero, con el mismo oscuro motivo. A mis 22 años no lo entendí ni aprobé y a los 77 tampoco.

Casi tres décadas en Conasupo me hicieron viajar por todo el país de manera permanente y con frecuencia al extranjero, por las importaciones que se realizaban y por las reuniones internacionales a las que era invitado el organismo; en cualquier tipo de viaje siempre hay tiempo para conocer algo y, desde luego, se suele comer tres veces al día.

Entre los beneficios colaterales que disfruté, destacó un obsequio que un día llegó a la casa: una gran hielera desechable llena de colas de langosta del Golfo de California, enviadas por un representante de avicultores de Sonora con quien yo no tenía mayores tratos; esta ausencia de vínculos de trabajo con él y el riesgo inminente de que se echaran a perder semejantes manjares me decidió a dar buena cuenta de ellos. Tiempo después, un director de área de Conasupo –también llamado José y con apellido asimismo vasco: Urquiaga- me preguntó acerca de los crustáceos que iban destinados para él, pero que llegaron a mi nombre y a mi casa. Nunca tuvo un error más afortunado la secretaria del avicultor.