PUEBLEANDO EN PUEBLA

 

Me acabo de sacar una espina pendiente. Fuimos a pueblear a la Sierra Norte de Puebla. De paso, almorzamos un caldo de res y unas quesadillas de chapulines con queso en el mercado de Tepoztlán y nos seguimos a la capital poblana. Allí, ya tarde, comimos unas chalupas verdes y rojas y un mole, por supuesto en La Abuelita del jardín de San Francisco. Al día siguiente, desayunamos unas cemitas de pata de res con pápalo quelite y chipotles aderezados con piloncillo en el mercado El Alto.

Continuamos a Zacapoaxtla, famosa por su batallón de indígenas que destacó el 5 de mayo de 1862 en la derrota de los franceses invasores. Es un hermoso pueblo ubicado entre dos barrancas, con casas de dos pisos y grandes aleros con tejados a dos aguas. Dormimos en el Hotel Plaza, con el jardín central a los pies de nuestro balcón. Al amanecer había un enorme tianguis con predominancia indígena; Silvia se dio vuelo con los textiles bordados a mano. Conocí unas frutitas parecidas a nuestra granada china o al maracuyá (passion fruit), pero moradas y más alargadas, dulces y riquísimas; les llaman berenjenas, más debe ser solo por el color. Muy cerca visitamos dos impresionantes cascadas: La Olla y La Gloria.

La siguiente escala fue Tlatlauquitepec, tan bello pueblo como Zacapoaxtla. Hospedados asimismo en un hotel de la plaza principal, también nos tocó tianguis; en él comimos unos pescados fritos, doraditos, con tortillas y salsa casera. Yo completé con dos tacos de panza de borrego en barbacoa. A Silvia le reveló su destino un pajarito que sacó el papel de la suerte con el pico.

Yo estaba muy ilusionado con volver a Teziutlán, pero mi romántico recuerdo de ese pueblo se desmoronó ante una pequeña urbe con un llamado centro histórico muy deslucido. ¿Pueblo mágico? No le vi justificación…

Mejor bajamos a la planicie costera y fuimos a dormir a San Rafael, fundado por inmigrantes franceses a mediados del siglo XIX. Entre varias opciones como el Hotel Montarlot y la Maison Couturier, escogimos el Hotel Champlitte con una deslumbrante vista desde nuestra terraza al río Nautla. Cenamos unas baguettes en las mesas exteriores del Café Boulange y vimos pasar muchos “extranjeros”: güeros, altos, blancos, pero todos ya veracruzanos de muchas generaciones. Compramos unas galletas finísimas. A la mañana visitamos el Museo Encuentro de las Culturas, muy ilustrativo acerca de aquella inmigración.

Rumbo a Nautla hay un crucero sin señalización alguna (¡qué raro!). No había nadie a quien preguntar, ni chozas, ni vehículos. Solo un motel. Entré con el auto y acudió un señor para asignarnos lugar, pero cuando le pregunté por el pueblo y me respondió y nos fuimos, quedamos todos con cierta frustración…

Seguimos a la playa de Casitas y, en el estero previo, vi anunciada la venta de jaibas… pero eran vivas. Negocié con la amable señora y nos pasó a su casa -de madera, con piso de tierra y una ventana (mero hueco en las tablas de la pared) con vistas al estero- y puso a hervir con sal una docena de crustáceos que su esposo lavó primero, cuidando los dedos de una mordedura. Yo me las comí sin agregarles nada, Silvia solo un poco de limón. Como eran pequeñas, pedimos otra docena. ¡Exquisitas! Fue como hora y media de banquete… Rematamos en un restorán junto al río donde pedimos pulpa de jaiba al mojo de ajo (para comparar) y una tortilla de huevo con mariscos que, aunque buenísima, debimos dejar la mitad para el día siguiente.

Llegamos a dormir al puerto de Veracruz y, desde luego, con un balcón sobre el zócalo. A las ocho de la noche comenzó el danzón allí mismo, deliciosa música en vivo. En una esquina del parque, una jarocha simpática y dicharachera vendía tamales y me comí dos de elote tierno con carne de puerco y salsa roja, fabulosa combinación de salado, dulce y picante.

Desayunamos el recalentado de la tortilla de mariscos y Silvia algo más, mientras yo me fui al mercado Hidalgo a disfrutar una campechana de camarones con ostiones, de las mejores de mi vida, y de pilón dos tacos de moronga en otro puesto.

Llegamos a Jalapa en la tarde y, de nueva cuenta, nos alojamos en un céntrico hotel. Al pasar frente a un restorán chino, de esos con un bufet muy popular, eché un vistazo y me pareció prometedor. No nos arrepentimos, estaba delicioso. Nada muy fino, pero todo muy bien hecho. Por supuesto, eran chinos los dueños. Al día siguiente, después de visitar por enésima vez el formidable Museo (y jardín) de Antropología, en medio de una neblina sobrecogedora y nostálgica, nos fuimos a otro pueblo hermoso, Coatepec, capital mundial del mejor café. Nos invitó a comer mi querido amigo cafetalero Dionisio Pérez Jácome a un lugar cuyo nombre no es muy inspirador -Pizzería Roma-, ahora que las pizzas se han convertido casi en una fast food. Mas ¡qué sorpresa! En una casona antigua, se trata de un excelente restorán italiano que no desmerecería en cualquier gran metrópoli. Comimos delicioso con un buen tinto Valpolicella. Con Nicho me salta a la vista el paso del tiempo; a sus hijos los conocí de niños y uno de ellos, homónimo suyo, llegó a ser hace pocos años secretario de Comunicaciones y Transportes de México. Igual me sucede con otro buen amigo, Alfredo Gutiérrez; a su hijo yo lo empujaba al agua cuando hacíamos rafting en el Río Potomac, en Virginia, y hoy es ministro de la Suprema Corte de Justicia…