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Guerra de Sofías

 

La semana pasada, mi amiga Sofía se inscribió en una competencia en su trabajo para ver quién daba más pasos al día. Ella es de esas personas a las que no les gusta perder ni jugando a las canicas. Había jugado baloncesto colegial en la Universidad de Arizona, y aunque eso fue hace tiempo, su espíritu competitivo sigue intacto. Así que cuando le contaron que habría una competencia para ver quién era el más activo en la oficina, Sofía se inscribió con tanta emoción como si estuviera compitiendo por un lugar en las Olimpiadas de París 2024.

La competencia era sencilla: cada empleado conectaba su reloj inteligente a un portal de la empresa para registrar cuántos pasos daba cada día. Al final de la semana, el que tuviera más pasos se llevaría mil dólares. El segundo lugar obtendría quinientos, y el tercero, doscientos.

—No está mal —le dije a Sofía, convencida de que ella tenía todo para llevarse el primer puesto.

—No está mal, pero voy por el primer premio —me respondió con determinación.

El primer día todo parecía ir bien, hasta que apareció una tal Sophie, quien terminó el día con 22 mil pasos. Sofía casi se atraganta cuando vio ese número. Pero, en lugar de desanimarse, decidió que esa cifra era un reto personal. Ahí fue cuando todo empezó a descontrolarse.

Sofía se obsesionó con el conteo de pasos. Si Sophie daba 25 mil, Sofía tenía que dar 26 mil, aunque tuviera que caminar por toda la ciudad para conseguirlo. Sofía dormía con los tenis listos al lado de la cama por si tenía que salir a dar unos pasos extra antes de la medianoche. Y Sophie no se quedaba atrás. Ambas se conectaban alrededor de las 10 de la noche para comparar sus números, y si una tenía más que la otra, salían a caminar como si fueran Forrest Gump después de una doble dosis de espresso.

Para el final de la semana, Sofía estaba tan obsesionada con el conteo de pasos que el viernes se levantó antes de las cinco de la mañana para caminar dos horas antes de ir al trabajo. A las siete de la mañana, ya había acumulado 14 mil pasos y el día apenas comenzaba. Pero poco después, Sophie se conectó y agregó 25 mil pasos a su contador.

—¡Es imposible, Sofía! —le grité por teléfono—. Esa Sophie tocapelotas seguro está haciendo trampa; o es una maratonista keniana y no lo sabemos, o capaz le pone el reloj al perro, o tiene un hijo hiperactivo.

Le sugerí a Sofía que pusiera el reloj en la muñeca de su hijo y lo llevara al parque a correr, pero ella, terca como una mula, insistió en que ganaría por sus propios méritos.

El sábado por la tarde, las piernas de Sofía ya no daban más.

—Esa chica es un robot, ya lleva 32 mil pasos hoy —me dijo con tono exasperado. Pero esa noche, Sofía fue a una fiesta y se la pasó bailando como si fuera una profesora de zumba poseída. Ser el alma de la fiesta y mantener la pista de baile animada le dio buenos resultados: venció a Sophie por apenas 25 pasos.

Al día siguiente, el último día de la competencia, Sofía llevaba una ventaja de 500 pasos sobre Sophie. Pero a las 11 de la noche, Sophie sumó 1500 pasos más. Sofía, que ya estaba en pijama, sintió el golpe del desánimo.

—No puedo más —le dijo a su marido, declarando abiertamente que tiraba la toalla.

Su marido, que había visto a Sofía esforzarse durante toda la semana, la animó:

—¡De ninguna manera! ¡Levántate, Sofía! ¡Ese premio es tuyo! ¡Te vi parir a nuestro hijo sin anestesia; puedes con esto y mucho más!

Esa fue la chispa que Sofía necesitaba. Se levantó, se puso los tenis, y salió de casa a correr como si fuera Rocky Balboa recorriendo las calles de Filadelfia. A la mañana siguiente, Sofía recibió el correo que la declaraba ganadora del primer premio. Eufórica, me llamó para contármelo. Dijo que iba a gastar los mil dólares del premio en un exclusivo spa de la ciudad para hacerse masajes y tratamientos, porque estaba hecha polvo. Celebré con ella su victoria como propia.

De repente, Sofía se quedó en silencio y luego gritó:

—¡Noooo, NOOOO!

—¿Qué pasó? —le pregunté histérica por el grito que había dado.

Resulta que había recibido un correo del Departamento de Recursos Humanos donde le indicaban las organizaciones sin ánimo de lucro a las que podía donar el premio. Y ahí, en la letra pequeña, estaba la sorpresa: el dinero no era para ella, sino para una causa benéfica.

Nos reímos tanto que terminamos llorando de risa. Aunque Sofía no se llevó el premio en efectivo, ganó algo mucho más valioso: la certeza de que, cuando crees que estás al borde del colapso y sientes que todo te supera, siempre tienes una reserva de fuerza para seguir adelante. Sofía descubrió que era mucho más fuerte de lo que había imaginado y experimentó esa satisfacción que solo sienten los valientes, los que se atreven a no dejarse vencer. Y por primera vez en mucho tiempo volvió a sentirse muy orgullosa de sí misma, incluso cuando olvidó leer la letra pequeña.

Imagen: https://www.hubsports.mx