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Estar abordo de un barco es una sensación muy extraña. Parece que nunca estás quieto, vas viajando de un puerto a otro en lo que vas quemando combustible, minutos de vida y las personas que quedan atrás.

Si te asomas desde adentro de una embarcación por un ojo de buey o portillo (que son las ventanas circulares diminutas) puedes ver como una ola acaba con la vida de la otra y así sucesivamente, cada una de ellas se renuevan por otra entre cada golpe de esa danza sin sentido, ninguna permanece por mucho tiempo. Si te lo piensas un poco, no es tan diferente a nuestra vida, todo lo que somos, lo somos por un ratito nada más, tiempo indiferente en el infinito del universo. Sólo existimos en tanto llega otra ola, con su propia danza, ajena a la nuestra.

Lo cual hace parecer a nuestra existencia también una danza sin sentido.

He estado pensando en ello mientras camino por las calles de Reikiavik en Islandia. Algo que sobresale en todo el país son las calles “arcoíris” que están coloreadas en las vías principales del centro de las ciudades. En 2015 se pintó la primera en la capital para celebrar la diversidad y el orgullo gay, y después otras ciudades del país empezaron a hacer lo mismo.

Islandia es un lugar frio, y ver de golpe un manojo de pintura así bajo tus pies puede afectarte. Pareciera algo inútil, pero no lo es. Esa poca pintura atrae un montón de turistas que más tarde se convierte en economía que más tarde y para muchos se convierte en bienestar, que no es otra cosa que un sentimiento de tranquilidad.

Hay gente que viaja miles de kilómetros sólo para presenciar esos arcoíris y aunque su misión principal es apoyar el orgullo gay también son retales de alegría momentánea.

Un chispazo en el gris, un flash de luz cuando se anda con el corazón a tientas.

Escribo esto mientras estoy sentado en una cafetería en Tórshavn, frente a mí hay algunas plantas que son alumbradas con luz artificial a falta de sol natural, un esfuerzo por existir que parece inútil pero tampoco lo es, esas plantas son también bienestar, y la diferencia entre decir: me quedo aquí a escribir o busco otro lugar.

Todos esos gestos que parecen inútiles: los buenos días a quien apenas te conoce, hacer la cama, coleccionar imanes de lugares, enfurecer cuando la música no es la correcta, reescribir este texto 20 veces, preguntar a mamá ¿cómo va tu día? hacer un poco de ejercicio, cuatro horas de sobremesa, dos de siesta, merendar y hasta un poco de pintura en el piso.

Todo ello parece inútil porque en realidad lo es.

No hay utilidad que valga más que el valor de la belleza, ni economía que sepa contar el valor de una poesía.

Habría que seguir entonces, tirando pintura en el piso, creyendo en la inutilidad de nuestras acciones como si en ellos diéramos la vida.

“Nunca se vivió tanto como cuando se pensó mucho”. Pessoa…

*Se publicó en La Jornada Morelos el 16 de julio de 2023