De acuerdo con Ariel Kaufman (Odium dicta, 2015), el discurso de odio se diferencia de otro tipo de expresiones groseras o de vituperios en que el primero es una agrupación de múltiples expresiones que contienen un tipo de odio. Este se refiere, por lo general, a grupos humanos focalizados. Aquellos que históricamente han sido el objetivo de aversión y discriminación, y que puede ser de tipo racial, por condición de género, por religión, etc. Una de las consecuencias y producciones negativas de la pervivencia de este tipo de odio es el discurso sostenido a prueba del tiempo. Este discurso contiene prejuicios que en su núcleo guardan estigmas, desprecio e, incluso, como señala Kaufman, malignidad.

En el caso de México bien sabemos de prejuicios y estigmas que han derivado también en prácticas concretas de injusticia: hacia la población indígena con el despojo de tierras, la privación de derechos fundamentales, la impunidad de asesinatos, y un largo repertorio de ejemplos. En el caso de las mujeres la lista es igual de extensa: desigualdad en salarios, remisión a la esfera doméstica y negación de una vida pública (que apenas y ha comenzado a revertirse en las últimas décadas, pero que en esa misma avanzada nos damos cuenta que aún faltan distancias extensísimas para poder lograr una equidad sostenida).

Todavía falta mucho para que las mujeres tengamos igualdad ya no bajo la tutela del derecho negativo (es decir, con prohibiciones legales hacia la violencia, hacia la privación económica, hacia la privación de la vida, etc.), sino bajo un derecho de carácter positivo donde se dé por sentado que las mujeres debemos poseer de manera inherente el trato igualitario en todo ámbito. Pero para conseguir esto último es necesario el cambio social. Y para lograr esta transformación social es necesario comenzar desde la individualidad por medio de la deconstrucción. Se trata de un concepto que viene desde la filosofía, pero es visible que se ha diseminado por diversos terrenos de la vida social, ahí donde se hace necesario, es más, imperativo, cambiar la perspectiva para poder vivir sin tanta violencia.

Si bien el discurso de odio se sostiene en prejuicios hacia diversos grupos históricamente vejados, esos estigmas se sostienen también en todo tipo de prácticas de discriminación que se viven de forma cotidiana. Nos vienen también en toda una historia de las costumbres, de la tradición, que ha asignado lugares, posiciones, jerarquías y que ha hecho del sobajamiento y el trato diferenciado un lugar común.

En el caso del género, y particularmente de la violencia de género, son ideas con las que crecemos acerca de las metas y el destino de lo que es un hombre y una mujer. Estas ideas nos forjan desde la infancia; y desde esa asimilación adquieren legitimación en nuestra idea de lo que es el mundo y de lo que es la vida. Y en el caso de nuestro país estas ideas de género conforman percepciones que vienen también imbuidas de misoginia y de machismo. Por eso es por lo que, a pesar de la lucha histórica de las mujeres a nivel mundial, el feminismo y la transformación en el terreno de género resulta de difícil acogida. Es tanto como pedirles a las personas en sociedad que comiencen a mirar de manera distinta esos parámetros con los que se les ha educado; aquello que se les dijo que era el mundo. Sin embargo, esta petición resulta crucial para comenzar a derribar esos sentimientos de odio que tantos conflictos sociales han causado a lo largo de la historia. Realizar este acto de consciencia se llama deconstrucción.

El término deconstrucción en filosofía trae una potente carga histórica que viene desde Heidegger, Derrida, incluso también de movimientos en el arte; ha hecho alusión a los textos, pero también es un concepto y praxis de carácter existencial.

En el caso del género, la deconstrucción de ideas con que tradicionalmente hemos formado nuestra idea del mundo es una práctica en absoluto necesaria. Esto porque todas las personas hemos crecido con ideas “odiantes” respecto de grupos odiados. He ahí que no basta con asumirse feminista, o queer, o de género fluido, o no binario, etc. Es un buen comienzo, claro, pero el reto es mirar hacia adentro, a nuestras prácticas concretas para poder detectar cuando, por ejemplo, como mujeres, estamos replicando la misma violencia hacia otras mujeres (como nos fue enseñado y arraigado el sentido de la competencia). Desde luego no podemos afirmar que exista una meta o un modelo del deber ser “deconstruido”, pero, parcialmente, lo que sí es posible ver es que en la medida en que más aceptamos cuestionar nuestras propias ideas, más se abona a la disminución del discurso de odio.

*El Colegio de Morelos / Red Mexicana de Mujeres Filósofas