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Los partidos políticos y “la carabina de Ambrosio”

 

Un dicho famoso en castellano se refiere a “la carabina de Ambrosio”, campesino sevillano de principios del siglo 19, que por necesidad abandonó sus apeos de labranza, y los cambió por una carabina para dedicarse a asaltar caminantes. Su decisión fue un fracaso, porque sus posibles víctimas no lo tomaban en serio. Su conclusión fue que la culpa la tenía su inservible o poco amenazante carabina.

En el mundo de la política convencional (la única que conocemos) los partidos políticos aparecen como elemento imprescindible de lo que hemos llamado en entregas anteriores “el combo democrático”. En la versión oficial, se asume que cada partido político representa a un grupo social que comparte una misma visión de cómo debe operar la sociedad, una misma forma de gestionar el poder, un mismo diagnóstico sobre los problemas sociales, y una misma fórmula para solucionarlos. En una versión más light, todos los partidos políticos agrupan a personas que coinciden en algunos aspectos de cómo debe operar la sociedad, pero difieren en las formas y mecanismos específicos de cómo hacerlo. Finalmente, en una versión más cruda, los partidos políticos son entidades de “interés público” manejadas por un grupo de políticos de oficio, que administran a su favor y de quienes ellos deciden, la franquicia que les otorga el gobierno para ser los conductos oficiales de acceso al poder político; esto es, son los “coyotes” de la administración pública, y los gestores/entretenedores de la “gran fiesta de la democracia”.

El politólogo alemán Robert Michels (1876-1936) en su libro Los partidos políticos, expone lo que llama la Ley de hierro de la oligarquía, en donde describe la mutación de los líderes, de una situación de compromiso con los ciudadanos, a una situación de olvido de ellos y de defensa de su poder personal. Guardadas todas las proporciones, este principio también es aplicable a las personas y grupos con poder burocrático dentro de los partidos políticos.

En una muy amplia e interesante investigación, sobre la estructura y sistemas de los partidos políticos, publicada también con el título Los partidos políticos, el politólogo y jurista francés Maurice Duverger (1917-2014) señala en el apartado de conclusiones que “vivimos con una noción totalmente irreal de la democracia, forjada por los juristas, siguiendo a los filósofos del siglo XVIII, “gobierno del pueblo por el pueblo”, “gobierno de la nación por sus representantes”: bellas fórmulas, propias para levantar el entusiasmo y facilitar los desarrollos oratorios. Bellas fórmulas que no significan nada”. Y continúa: “Jamás se ha visto a un pueblo gobernarse por sí mismo, y no se verá jamás. Todo gobierno es oligárquico, ya que implica necesariamente el dominio de un pequeño número sobre la mayoría”.

Duverger se pregunta “Pero, ¿sería más satisfactorio un régimen sin partidos? He ahí la verdadera cuestión. ¿Estaría mejor representada la opinión, si los candidatos se enfrentaran individualmente a los electores, sin que éstos pudieran conocer realmente las tendencias de aquéllos? ¿Estaría mejor preservada la libertad, si el gobierno no encontrara ante sí más que individuos aislados, no coligados en formaciones políticas?

Estas son preguntas de sustancia que deberían ser parte del debate público, y no sólo, si acaso, de algunos espacios del mundo de la academia. Lo cierto es que los propios partidos políticos no hacen ningún esfuerzo para justificarse a sí mismos frente a la ciudadanía, y para transmitirle cómo se ven a sí mismos, y qué hacen para ser consistentes con su misión. La necesidad de construir ciudadanía no es irónicamente del interés de esas “entidades de interés público”, ni siquiera en apoyo de sus propios cuadros o afiliados. Lo que les importa es el voto, para acceder y mantenerse en el poder.

En México, el Instituto Nacional Electoral, organismo que administra y canaliza una cantidad irracional e injustificada de recursos públicos para para los partidos políticos, para la organización de los procesos electorales y para su propio aparato burocrático, poco hace en el campo de la educación cívica en toda la amplitud del concepto, ya que se dedica principalmente a promover el voto, “fetiche de la democracia”, y a jugar “el juego del gato y el ratón”, con los partidos políticos

A la pregunta de Duverger sobre si sería más satisfactorio un régimen sin partidos, creo que la respuesta es afirmativa, si se revisan y se establecen con claridad las premisas sobre las cuales se construye la necesaria intermediación política en una sociedad. Por lo pronto, seguimos estando sujetos al mismo modelo disfuncional de partidos políticos que conocemos. Las alianzas electorales que compiten entre sí hoy en México son la negación misma del sentido y propósito de los partidos políticos. Las diferencias no se institucionalizan, en una sociedad que procura la unidad, ni las sociedades se acomodan cada tres o seis años a visiones distintas de cómo se debe vivir en comunidad. Otros mecanismos de intermediación son posibles, sólo se requiere despertar de la “pereza mental” en la que nos ha tenido sumergidos, la ya vetusta y manipuladora democracia liberal.

Mientras eso sucede, los partidos políticos en competencia hoy en México, deberían hacer lo siguiente: justificar y difundir con todo detalle los méritos de los candidatos que respaldan, demostrar que están capacitados para la función que quieren desempeñar, fijar los criterios de evaluación que les aplicarán, publicar sus cartas de no antecedentes penales, y, aunque sea simbólico, pagar una fianza contra el eventual robo y mal uso de los recursos públicos que pudieran hacer.

Deben hacerlo como mínima prueba de respeto a la ciudadanía, aunque sigamos autoengañándonos, afirmando que la culpable es “la carabina de Ambrosio”.

*Interesado en temas de construcción de ciudadanía.