ALFONSO VALENZUELA AGUILERA
Comentábamos en la entrega anterior que en Morelos la expansión de desarrollos habitacionales de interés social a cargo de las llamadas “vivienderas”, no respondió a una estrategia urbana congruente y articulada que integrara estos desarrollos con el resto de la ciudad. Esta dinámica sería posible mediante la provisión de hipotecas de interés social a cargo del INFONAVIT, quien entre 2001 y 2006 otorgó 1.88 millones de créditos en tanto que para el periodo 2007-2012 colocó cerca de 2.86 millones de financiamientos individuales. El sustancial aumento de estos créditos sería posible solo a través de la bursatilización de su cartera, la cual se aceleró considerablemente en dicho periodo, manteniéndose desde entonces por encima del medio millón de créditos al año.
Una de las innovaciones que se ha venido promoviendo para acceder al mercado inmobiliario es que ahora ya no es necesario comprar físicamente los inmuebles sino que ahora se puede invertir en el sector a través de instrumentos financieros. Tradicionalmente, la inversión en activos patrimoniales estaba ligada a la posibilidad de habitar el inmueble, pero si este tiene como objeto la inversión, se espera un retorno por medio de rentas, el aumento de la plusvalía en el tiempo, o bien por el diferencial entre la compra y la venta del bien. A diferencia del mecanismo en que el pequeño propietario o inversionista adquiere una casa o departamento en lo individual, ahora grandes inversionistas –frecuentemente especializados en segmentos determinados– desarrollan, rentan o venden estos inmuebles. Es así que la financiarización ha impulsado una demanda artificial de inmuebles que altera los mecanismos de mercado, convirtiéndose en un canal de legitimación del dinero producto de actividades ilícitas, absorbiendo una proporción importante del mercado, en donde las variaciones que estos experimentan alteran el precio de equilibrio y el parque edilicio ofertado.
En el caso de la zona metropolitana de Cuernavaca, el paisaje urbano ha transitado de una fase de centralización a otra de dispersión en la periferia, encontrando distintas limitantes físicas, económicas y políticas para su crecimiento. Un caso paradigmático es el municipio de Xochitepec, en donde los desarrollos habitacionales se establecieron de forma anárquica, sin respetar barreras entre áreas industriales y habitacionales, con formas irregulares de acceso al suelo, generando una complicada y desarticulada red vial y de transporte, altos niveles de contaminación, un suministro de agua potable inestable, la recolección de basura captada por una estructura obsoleta, y una creciente incidencia delictiva.
La unidad Campo Verde (Casas GEO) es un ejemplo clásico de la época dorada de este tipo de expansión en este municipio. Promovida inicialmente como una comunidad auto-sustentable, en realidad no tuvo en cuenta cuestiones de fondo como serían el concentrar poblaciones heterogéneas que llegaron de distintos puntos de la región y que se encontrarían con servicios deficientes así como con la falta de comercios, equipamientos deportivos, educativos, recreativos y de salud. El proyecto original contemplaba 8 mil viviendas divididas en privadas y secciones, pero entre sus grandes faltantes estaría el que la compañía constructora no hiciera entrega al ayuntamiento de los desarrollos, para con ello municipalizar los servicios y comprometer a las autoridades locales a hacerse cargo de las nuevas poblaciones. En cambio, Casas GEO abandonaría a los colonos a su suerte, quienes tuvieron que hacerse cargo de la seguridad privada así como de la contratación de los servicios municipales básicos. Es así que con el paso de los años salieron a relucir vicios ocultos como la calidad de los materiales de construcción, las dimensiones (casas de hasta 32 metros cuadrados), la falta de alumbrado público, el progresivo abandono de las casas o la incomunicación entre sus vecinos, habitadas por inquilinos en su mayoría, lo que complicaría la construcción de un frente común para atender los problemas cotidianos.
El crecimiento periférico de las ciudades mexicanas se aceleró con los mecanismos financieros produciendo grandes páramos alejados de los servicios y equipamientos necesarios para la vida cotidiana. Diseñados inicialmente como una alternativa de vivienda para la población de escasos recursos, con el tiempo se han convertido en inversiones a fondo perdido, en un patrimonio en vías de deterioro o en callejones sin salida. Como sociedad tenemos la obligación de recuperar la calidad de vida para los habitantes de estas zonas, apelando a la justicia social y a su integración a los espacios ciudadanos.