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Por Francisco Moreno

Existen indicadores que señalan que dedicamos una tercera parte de nuestra vida a trabajar, sin embargo, este cálculo depende de múltiples variables y factores, como el social, el educativo, el cultural, el familiar y el económico, entre otros. En todo caso, habría que preguntarnos si vivimos para trabajar o más bien trabajamos para vivir. La respuesta honesta nos puede sorprender o deprimir.

Generación tras generación heredamos como un lastre ciertas consignas como “debes estudiar para tener un buen trabajo”, o “si estudias esa profesión te vas a morir de hambre”. Nuestros padres las escucharon de los suyos, nosotros de ellos, y a nuestros hijos se las infundimos como un legado incuestionable. Pareciera que tener un buen trabajo es la meta. Como edicto, mandato o sentencia se dice que a mejor nivel educativo mayores ingresos, más oportunidades y éxitos. Al final, parece que estudiamos para ser buenos empleados, obtener altos puestos y un fructífero ingreso. Es una cadena intermitente, que si bien necesaria para el mercado laboral, no es única y menos exclusiva. 

Por desgracia, casi nadie nos enseña a generar nuestro propio negocio, porque se nos educa para ser empleados.

Y si hablamos de oficios y profesiones las hay de diversa índole, desde aquellas técnicas y administrativas hasta las científicas y humanísticas: aprendemos ingeniería o arquitectura para ser ayudante o auxiliar de dibujo industrial; derecho o ciencias políticas y nos contrata el sector público, somos secretario(a) en una notaría o despacho; matemáticas o actuaría, y nos convertimos en auxiliares de investigación o en contadores de alguna empresa; biología o matemáticas y terminamos como docentes de nivel básico o medio superior. Finalmente están los que aventuran su futuro y deciden estudiar una carrera humanística o artística: aparecen filósofos trasnochados, escritores de buró, actores en ciernes o mimos de fiestas infantiles, cineastas esperanzados en apoyos y becas, bailarines que dan clases de aerobics o gimnasia para bajar de peso, traductores y correctores que laboran a destajo, gestores ilusionados que trabajan sin remuneración, pintores y grabadores que exponen y no venden, intérpretes y compositores hueseros, diseñadores explotados, y una amplia gama de prácticas que no cubren las expectativas que los llevaron a decidir por cualquiera de esas disciplinas. 

Se trata, finalmente, de todos aquellos que ingresan al sector cultural con miras a vivir de su trabajo, ardua y difícil tarea. La mayoría, salvo algunas excepciones, deambulan entre sus procesos creativos y lograr un empleo digno, redituable.

La llamada economía creativa o industrias culturales abarca un sinfín de actividades sustantivas en el mercado laboral. El desarrollo de las ideas, del conocimiento y la aplicación de la creatividad no solo genera un valor económico, sino que es, por antonomasia, un quehacer que da soporte e impulsa el desarrollo integral de las naciones, ostentan un valor simbólico y es detonador de crecimiento.

Quienes se aplican y ejercen estas disciplinas se enfrentan a un mercado que ofrece pocas alternativas; casi todos buscan emplearse, es decir, no trabajan para vivir, sino que viven para trabajar; son pocos los que visualizan crear sus propias fuentes de trabajo. Y a pesar de que esto no es exclusivo de este sector, la realidad es que en particular no cuentan con herramientas para ello. Su educación financiera es nula, no saben cómo desarrollar su propia oferta de bienes, productos y/o servicios y, en su afán por sobrevivir o ejercer su saber, sientan sus esperanzas en recibir becas del gobierno o apoyos financieros de algún mecenas privado. Entonces sobreviene el letargo derivado de ser merecedores de ayuda filantrópica, y también la sensación de estar en un el hoyo negro que los convierte en seres atormentados, combativos o revolucionarios de café, que critican el mainstream y el capitalismo, pero tienen sueños cual clochards bajo un puente.

Según la Cuenta Satélite de la Cultura (CSC-INEGI, 2021), la aportación de ésta al producto interno bruto representó 3.0% del PIB nacional, con un monto de 736 mil 725 millones de pesos. Y “durante 2020, las actividades económicas del sector de la cultura generaron en total 1 220 816 puestos de trabajo, lo que representó 3.0% del total nacional. En su comparación anual, el número total de puestos disminuyó 12.4% respecto a 2019”.

Si bien estas estadísticas señalan “puestos de trabajo”, no desglosan si estos fueron creados como negocios propios o son generados a partir de fuentes de trabajo, esto es, empleos remunerados. Es decir, no sabemos cuántas empresas culturales existen en México, y para el caso del estado de Morelos es prácticamente imposible saberlo. Pero ¿qué es una empresa cultural? La respuesta no es simple, y por su relevancia y extensión, la responderé en la próxima entrega.

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