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En su obra El mundo de las ciencias de la complejidad Carlos Maldonado hace un interesante recorrido entre lo que ha supuesto el camino del conocimiento en el mundo occidental. La cultura griega y la forma en que esta accedió a él marcaron el cómo, a través de múltiples e intrincados procesos, se fue configurando un complejísimo estatuto de lo que son las cosas, y de cómo las conocemos.

De aquel destino que tomaron las formas de conocer podemos hablar, asimismo, de la conformación de los saberes en disciplinas científicas. Un papel fundamental lo jugó el método de extraer ese conocimiento, es decir, el método de investigación y experimentación, en el caso de las ciencias fácticas o de la naturaleza; mientras que en otras áreas de las ciencias sociales y las humanidades se emplearon herramientas conceptuales de carácter riguroso. Lo cierto es, nos recuerda Maldonado, que durante los dos últimos siglos las ciencias se han cerrado en su propio quehacer y han zanjado un camino tautológico, que a su vez provocó la hiperespecialización de saberes. Por ejemplo: quien sabe de física no sabe de historia o de filosofía; se especializa únicamente en su área de saber y desconoce por completo lo que ocurre en otras áreas de la vida pero que, inevitablemente, en algún sentido se conecta con su propio quehacer.

Ese es uno de los cuestionamientos esenciales que se realiza desde el pensamiento complejo y, ahora, desde las ciencias de la complejidad. La conformación de un mundo conectado y globalizado necesita que nos replanteamos hasta dónde alcanzan a explicar las disciplinas que seguimos cosechando hacia una sola dirección. Parece ser que hoy nos encontramos ante el reto de generar propuestas donde se interrelacionen diversos saberes, y ese ejercicio no se podrá poner en marcha si no se echa primero a andar el pensamiento profundo.

En la entrega pasada diferenciábamos justamente el pensar, cualquier pensar, del pensamiento profundo. Decíamos también que el ejercicio de este último nos arrebata, nos toma por sorpresa, como si fuera una especie de epifanía por su carácter revelador.

Pero ¿cuál es ese camino que buscan esos ríos en que se convierte el pensamiento profundo cuando aparece? Digamos que también tienen un cauce, uno igual de vasto y esplendoroso que el mar: el de la propia vida.

Si entendemos que, como consideran estos pensadores de la complejidad, los sistemas vivos no tienen la tendencia de buscar el equilibrio (porque este es sinónimo de muerte), sino que poseen por sobre todo un grado de incertidumbre, una exposición también al caos, será posible entender que esos recovecos, esas conexiones que revelan el caos, podrán al menos explorarse mediante la profundidad del pensamiento.

Aunque no se trata de una cuestión fácil de asimilar dado que, ¿cómo entender que la posibilidad de la vida está encerrada precisamente en el devenir, en formas no seguras; que si la vida ha sido posible es precisamente dada su indefinición y falta de estatismo?

La perspectiva a la que se invita desde la complejidad es a pensar con la profundidad, pero agregaría también con la voluntad y el ánimo de saber que hoy quienes estamos a cargo de producir conocimiento lo hagamos con la convicción de que estamos frente a procesos vitales que requieren movernos de los lugares seguros, aparentemente seguros, que nos habían legado nuestras disciplinas.

Entender que la vida es movimiento, es tiempo y duración, implica que consideremos que también es caos e incertidumbre, y que, como señalan estos autores, hoy la construcción del conocimiento precisa primero de explicaciones antes que de predicciones; de tratar de poner sobre la mesa y descifrar los fenómenos para poder mirar dónde está esa conexión con otros elementos, lo que nos posibilitaría también el conocimiento del panorama que tenemos en frente.

*Red Mexicana de Mujeres Filósofas/El Colegio de Morelos