Los espejismos emancipadores son un hecho. A pesar de las conquistas y la próxima presidenta, ser mujer equivale a tener miedo en patriarcados de alta intensidad. No es “normal” escribir un mensaje avisando de que llegaste a salvo a casa. Tampoco elegir el atuendo para usar en el transporte público o ir a trabajar porque los compañeros o el jefe, bueno, ya se sabe que son “sensibles” al cuerpo femenino. La desigualdad imperante, la indiferencia, la falta de empatía de quienes no reaccionan para proteger los derechos de las mujeres, para poner su vida al centro cuando les hemos pedido apoyo, colaboración, alianzas; cuando nuestros gritos de auxilio no se escuchan, son la muestra de que aún no podemos lanzar campanas al vuelo.

No se debe, además, pues no te toca, porque te casaste, trabajar tres veces más, ya no sólo obtener dinero, sino ocuparte de los niños, de la casa, mientras el señor saca tiempo libre para ver el futbol o irse a emborrachar a la cantina. Pero no protestes, no, porque te puede pegar e incluso desaparecer, irte a tirar guardada en las bolsas negras que con tu sueldo compraste en el súper.

No se nos olvide que cualquiera puede ser un feminicida acolitado por la impunidad, tolerado por esta sociedad fascinada con el machismo en su máxima expresión que nadie para. Esta Ovejuna delirante, esquizoide, aplaudidora de la fantasía que estira la mano para trabajar menos y someterse mejor o, peor aún, porque no le queda otro remedio. Así es México con sus máscaras de las que habló Octavio Paz, la simulación es tan efectiva que nos hacen creer que hay avances, que decir o probar que no es cierto se traduce en una exageración o mejor no lo digas, no te arriesgues.

Hasta hace poco viví a la vuelta de un lugar donde apareció el cadáver de una vecina. Por eso emigré. Conozco a otras dos personas que refieren hechos semejantes. Esas otras dos personas conocen a otras dos, tres o cuatro capaces de relatar lo mismo. Como un taxista que un día me contó del coche que encontraron de madrugada atiborrado de “extraña mercancía”, de manos y piernas cortadas, quiso decir, como si tratara de cualquier cosa, cualquiera. He ahí otra vez esa palabra que los optimistas de los cuentos de hadas, los que dicen que estamos bien, que se ha reducido la violencia, califican como leyendas urbanas o relatos de terror de sus enemigos.

¿Puede ser que, efectivamente, las cosas hayan mejorado si las mujeres no se atreven a salir de casa una vez que oscurece?, ¿si ninguna quiere pasar sola a un cajero?, ¿si no pasa nada cuando el jefe me acosa sexualmente?, ¿si tus compañeros de trabajo les pagan más sin tener tus estudios o tus resultados profesionales sólo por ser hombres?, ¿si desde el hogar se nos educa para ser buenas esclavas, buenas esposas, carne que puede devorar, escupir, mancillar el marido?, ¿si le dan carrera a mi hermano y a mí no?, ¿si en todas la guerras somos el primer botín?, ¿si otras mujeres patriarcalizadas siguen siendo cómplices?, ¿si sentimos que ya nunca volveremos a vivir en paz?

Sí, ya sé que todo lo anterior forma parte de un cliché, de la perorata de cada 8 de marzo incluyendo el “no nos feliciten” pasando por el “se asesinan a más de diez mujeres a diario en México”. Eso, el regaño por la rosa, el chocolate u otro regalito en el Día Internacional de la Mujer o aquello otro, la protesta enérgica con fuego, no sirven para nada. Lo saben las activistas que deciden callarse, las que con frecuencia cambiamos de estado, de país; las madres que de pronto dejan de buscar a sus hijos, los periodistas que renuncian o que huyen. Lo sabemos todos y eso basta. No sigo. He ahí que los espejismos emancipadores sean un hecho.

*Escritora