Es ya un lugar común decir que las novelas y los cuentos de José Agustín le abrieron las puertas de la percepción a varias generaciones de muchachos y muchachas que se dejaron seducir por esa literatura. “Detrás de la gran piedra y del pasto, está el mundo en que habito”, comenzaba relatando en De perfil, con una sencillez que propuso un camino donde el gozo de la lectura se convirtió en una forma de inspiración y de complicidad. La vida manifestándose gozosa, de tal manera que el paso de la lectura a la escritura fue casi un acto reflejo.

Me recuerdo en el pequeño jardín de mi casa familiar en Cuernavaca, a los dieciséis años, trepado en un árbol y devorando De perfil con una sensación plena de estar conversando con alguien de carne y hueso. Eso no me había pasado con los clásicos que nos imponían en la secundaria, obras de una dimensión descomunal, pero de difícil lectura para quienes buscábamos un contacto con la realidad que nos rodeaba. Claro, muchos años más tarde entendería que en esos clásicos palpitaba un mundo lleno de revelaciones. Pero en aquel entonces mi clásico fue José Agustín.

Fue también en los tiempos de la secundaria cuando cayó en mis manos La nueva música clásica, publicado por el Instituto Nacional de la Juventud, con una portada bastante anodina que no me hubiera despertado interés si no fuera porque el nombre de su autor lo decía todo. Allí quedó marcado mi destino, mi adicción al rock and roll. En ese pequeño libro de apenas 82 páginas, se “escuchaba” a Chuck Berry, Buddy Holy, The Beatles, Elvis, Judy Collins, The Rolling Stones, Grace Slick y Jeferson Airpline, Bob Dylan, The Doors, una verdadera rocola que inspiró mi porvenir.

Luego llegó el tiempo de conocerlo en persona. Primero, a través de amigos que tuvieron una gran cercanía con él, como Ernesto Seco Uribe, que en aquella década de los setentas fue considerado por José Agustín como una verdadera promesa de la literatura mexicana, pero que se disolvió cuando Seco se encaminó por el mundo de la pintura, donde creó una obra poderosa, pero en su paso por este mundo dejó un par de libros con relatos magníficos y muy tocados por la influencia de su maestro: Zooilógico y La luz del topo (inédito).

Me tocó también entrevistarlo en varias ocasiones, cuando aparecieron sus libros Dos horas de sol (1994) y Vida con mi viuda (2004), o cuando dio una conferencia sobre José Revueltas en el Parque Revolución, en 1999, durante un ciclo formidable sobre la obra de Revueltas, organizado por Arturo Hernández. En todos esos momentos, José Agustín era alegría y un ímpetu que se desbordaban.

La última vez que lo vi fue en su casa de Cuautla, el 24 de enero de 2018. Mi amigo José Antonio Aspe, que tuvo en José Agustín un guía para su literatura, me invitó a visitarlo. Fue un encuentro muy especial, con cierto dejo de nostalgia y la certeza de que ese ser, que tanta inspiración compartió a lo largo de toda su vida, era ya un ser que habitaba otra realidad. El terrible accidente que tuvo en abril del 2009, en el Teatro de la ciudad de Puebla, trastocó y cambió su vida radicalmente. En su mirada había un dejo de nostalgia y su memoria se mantenía bien viva a través de los discos que se escuchaban por toda la casa. Cantaba a los Rolling, a Dylan, y sonreía con los acordes vertiginosos de Chuck Berry.

En una de las entrevistas que hicimos, me dijo algo que define las esencias de su ser y de su obra literaria:

“Yo siento que lo que hago es una especie de rock verbal. Mi estrategia literaria tiene mucho que ver con el concepto del rock como fenómeno cultural. Para mí el rock es un puente entre la alta cultura y la cultura popular, y lo mismo es alta cultura que cultura popular, puede estar yendo y viniendo con una facilidad increíble, y mi literatura aspira a hacer lo mismo, a bajar y subir fácilmente. También es provocativa, tiene su ritmo, su energía, qué se yo”.

José Agustín. Foto: Raúl Silva de la Mora