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Kant le atribuía a la imaginación una potencia liberadora, “muy poderosa en la creación, por decirlo así, de otra naturaleza a partir del material que la naturaleza real le da”: la obra de arte. Pero dicha liberación, con la cual, además, “nos entretenemos allí donde la experiencia se nos hace demasiado cotidiana”, en ocasiones logra atentar también contra quien la experimenta, abandonando al sujeto a su suerte por los caminos del asco: “en esta extraña sensación, que descansa en la imaginación neta”, dice Kant, “la representación artística del objeto no se distingue ya en nuestra sensación de la naturaleza misma de este objeto”.

Con lo asqueroso se suprimiría, por tanto, toda distancia, todo trecho necesario con vistas a entablar un juicio estético; de algún modo, el asco sobreviene al sospechar (o al tener la certeza absoluta) de que lo asqueroso se alberga en nosotros, en nuestra propia materia corporal, y así “la náusea y el vómito ⎯como escribe Pablo Oyarzún, traductor de Kant⎯ son los mecanismos extremos de defensa ante esta agresión radical de la exterioridad.”

Pienso en las imágenes de cuerpos accidentados como producciones artísticas en las que esa distancia justamente se pone en entredicho (pues quizá de eso se trataba, de amenazar ese intervalo, de abolir la separación): las atrocidades descritas por Ballard, lo que filmó Cronenberg, lo que fotografió y pegoteó Witkin, las portadas de Cannibal Corpse, lo que exhibe diariamente la crónica roja mexicana: ¿nos produce realmente asco? ¿O al estar esas imágenes mediadas por el papel o la pantalla nos tranquilizamos al punto de despacharnos una sabrosa torta de pierna mientras las contemplamos?

A veces, de noche, fumando, imagino que me atropellan. No voy caminando, voy en bici, distraído en una esquina: no escucho ni veo al camión y sólo me doy cuenta de que me han atropellado cuando voy volando a causa del impacto. Fumo mientras mi cuerpo está ahí tirado, la cabeza reventada, la bici destrozada, una enchilada de sangre: me vienen náuseas, intento alejar esa imagen, susurro no, no, por favor no (porque ante esa extraña sensación “nos debatimos con violencia”, advertía Kant), y sigo fumando mientras busco desesperadamente con la mirada a un gato dormido cuya paz me aleje de aquellos territorios del miedo.

Pero esa manía de andar imaginando choques y atropellos produce, además de náuseas, algo parecido al vértigo autodestructivo, otra “extraña sensación” quizá más cercana al “demonio de la perversidad” del cuento de Poe que al asco de Kant. Gran relato: cuando empezamos a leerlo parece un ensayo, pero después resulta que no, que no es solamente un ensayo sino un bello y aterrador tratado empírico de no más de cinco páginas.

El narrador de Poe vive en carne propia los efectos de la perversidad, pero es inevitable preguntarse: ¿seré víctima también yo de aquella tendencia inexplicable, de aquel “impulso radical”, de aquel primum mobile que sin motivo, paradójicamente, puestos al borde del precipicio nos llama a lanzarnos al vacío? “Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza”, dice el narrador desde la cárcel, encadenado, hasta sentenciar: “No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.”

A veces parece increíble: hace no mucho existió una lúcida literatura escrita desde las sombras, cuando por todos lados se pretendía encender los enceguecedores focos de la razón.

Foto: “Feast of fools” (1990), Joel Peter Witkin / Cortesía del autor