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Julián Vences

— Los jaramillistas, son los jaramillistas—gritó, desaforada, una vecina, una calurosa tarde de marzo.

De las casas, corriendo, salió gente rumbo a la esquina, para verlos pasar.

Por la terracería de calle Altamirano, en Jojutla, levantando tremenda nube de polvo, caminan arrastrando los pies, en silencio, miles de campesinos, hombres y mujeres. Ellos, con paliacate anudado al cuello, sombrero de palma, calzan toscos huaraches de correa blanca, del hombro les cuelgan bule y morral del que asoma la empuñadura del machete de garabato. Ellas se protegen del sol con rebozos. Van rumbo a El Higuerón y pueblos aledaños. Son seguidores de Rubén Jaramillo. Ayer el ejército los desalojó de los llanos del Guarín y Michapa, donde pretendían erigir una utópica ciudad modelo, igualitaria, regida con justicia.

— Órale Cornelio, deja la beberecua, vente a pelear contra el mal gobierno —grita un jaramillista.

El aludido da traspiés en la puerta de la cantina de don Rosalío Mena, con mirada turbia, mueve sus ebrios y huesudos brazos como aspas.

— Díganle a Jaramillo que no confíe en el gobierno, que no le crea nadita, si se apendeja lo asesinarán como al jefe Zapata —responde a voz en cuello.

— Así se habla Cornelio —terció la pendenciera Chucha la borracha, recargada en la pared, con el rebozo cruzado, como las adelitas, y agrega—, pues no que López Mateos y Jaramillo habían hecho las paces, hasta se dieron un abrazo. Ora resulta que los méndigos guachos los apalean.

Don Cornelio Loza vivía donde hoy es la maicería de don Bertoldo. Su humilde casa —de adobe, techo de teja y piso de cemento— siempre tenía la puerta abierta de par en par. Repetidas veces, desde el quicio de esa puerta, furtivamente, fisgoneé, asombrado, una fotografía en blanco y negro con marco ovalado colgada de la pared: montados en sus respectivos caballos, dos jinetes en traje y sombrero charro, carabina 30-30 en mano y cananas cruzadas en el pecho. Uno es el general Emiliano Zapata, el otro, don Cornelio, el coronel Tío Trompetas.

Don Cornelio es alto, delgado, seco. Pellejo con huesos. En su ajado rostro sobresale un velo de melancolía. Calza huaraches, siempre trae la camisa mal fajada, desabotonada del pecho, los botones bajos metidos en el ojal equivocado. El sombrero ladeado a punto de caer. Nunca anda sobrio, pasa largas horas en la cantina, lidiando, en solitaria y silenciosa borrachera, con sus traumas de guerra.

La tarde del 25 de mayo, dos meses después de la alcoholizada premonición de Tío Trompetas, una carcacha con altavoz encaramada en el toldo se estaciona afuera del molino de don Rosalío. Un voceador panzón, sentado al volante, micrófono en mano izquierda, vocifera por largas horas la insidiosa noticia: «Cayó el bandolero. Entérese. Le traemos la notica. Mande por su ejemplar. Entérese de cómo, el despojador de tierras, fue muerto a balazos, cuando pretendía huir de la policía, escudándose en sus parientes. Jaramillo y sus secuaces planeaban cometer una serie de fechorías».

Yo ansiaba que la abuela María se sentara a zurcir y contara historias de chaneques, nahuales y duendes traviesos.

— Cómprame un periódico —ordena mi abuela, luego que alguien, gritándole al oído, la enteró que en la esquina voceaban el asesinato de Jaramillo.

Le entrego el periódico —El Universal—. Se coloca sus lentes de vidrio grueso, lee en voz alta:

«Su amante, Epifania Zúñiga, mujer de pésimos antecedentes, cruel y temeraria, se ufanaba de ser magnífica tiradora y de haber sacrificado cientos de vidas, era la mentora y acompañante de este bandolero. Sus hijos Filemón, Ricardo y Enrique, mayores de edad, adiestrados en la escuela del crimen, a últimas fechas, violaban por la fuerza a mujeres y jovencitas que posteriormente asesinaban. Al igual que su madre y padrastro se significaron en el mundo del pillaje y del crimen. Con la muerte justa de esta familia de malhechores y criminales, renacerá la tranquilidad de una vasta zona en los estados de México, Morelos y Guerrero».

— Puras calumnias —explotó la abuela. Echó el periódico a la basura—. Yo conocí a ese hombre. Muy jovencito peleó al lado de Zapata. Luchaba por la gente pobre. Gestionó la construcción del ingenio de Zacatepec; muchos campesinos, por él, entraron a trabajar ahí. Jaramillo ni fue bandolero ni fue criminal.

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