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Martín Cinzano

Antes de cualquier otra cosa, leer es una actividad física protagonizada por los ojos. Que nos haga mejores o peores, que sirva para algo o constituya una acción netamente improductiva, todo eso viene después: por muy obvio, o precisamente porque es muy obvio, este aspecto de la lectura suele pasarse por alto en virtud de consideraciones más imaginativas o definitivamente menos grises.

Lo advirtió Georges Perec en Pensar/Clasificar: “No se trata de concentrarse en el mensaje captado sino en la captación del mensaje en su nivel elemental, lo que sucede cuando leemos: los ojos que se posan en líneas”. Así, el lector no es tanto un descifrador de sentidos cuanto un mirón de la grafía, alguien que va “explorando simultáneamente la totalidad del campo de lectura con una redundancia obstinada: recorridos incesantes puntuados de detenciones imperceptibles”.

Ahora bien: al estar en cierto modo condenados a extraer significaciones ulteriores desde estos “recorridos incesantes”, algunos textos ponen en evidencia y parecen forzar, en mayor o menor grado, este rasgo primordialmente fisiológico de la lectura. Vale decir, hay textos de mensaje (por llamarlos de un modo esquemático) y textos de la captación del mensaje, donde los ojos efectivamente parecen posarse sobre letras y nada más que sobre letras. “Le gustaba no lo que leía —apunta el narrador de Almas muertas, la gran novela inconclusa de Nikolai Gógol, acerca de Petrushka—, sino el mismo hecho de leer, o mejor dicho, el propio proceso de la lectura, cómo las letras se juntaban siempre para componer palabras que, a veces, el diablo sabía lo que significaban.”

Tal vez algunos paisajes urbanos exijan una lectura del estilo de la Petrushka; ahí los ojos recorren, saltan, regresan, avanzan, se quedan fijos en una cartel, corren peligro, abandonan las letras y vuelven a la calle. Lo cual en absoluto quiere decir que ante la ciudad el lector se vea imposibilitado de extraer sentidos, sino más bien que lo que en ella se evidencia (o se exige) es la participación, el movimiento —y todavía más: la erosión, el riesgo— del cuerpo lector.

Leer es moverse y detenerse, esquivar y cansarse, enfocar y desenfocar, en todo caso: someterse a un proceso de continuo desgaste. Incluso, a veces, leer implica no leer; no leer letras, apartar la mirada de ellas y salir del texto, de la vida y de la ciudad entendidas como texto. “Pero no leer es algo así como un mutismo pasivo”, decía Macedonio Fernández, y agregaba: “escribir es el verdadero modo de no leer y de vengarse de haber leído tanto.”

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