Tres Viernes de Cuaresma: Inicio de la revolución en Morelos.
“Celebrábanse las típicas y pintorescas fiestas de ‘los tres viernes’ de aquella cuaresma de 1911. Era el segundo de ellos, 10 de marzo, y siguiendo la inveterada costumbre, celebrábase la feria en Cuautla”, narró el zamorano revolucionario Gildardo Magaña Cerda en su obra póstuma Emiliano Zapata y el agrarismo en México (1951), al referirse a los incipientes albores del levantamiento armado iniciado en el oriente del estado de Morelos.
“Y entre las delicias del jaripeo, alegre y varonil, entre el cantar desafiante de los gallos, listos para la pelea, en medio de la algarabía del palenque y entre las copas servidas en la cantina, pletórica de camaradas”, se desarrollaba la fiesta patronal. En tanto, el profesor Pablo Torres Burgos, el agricultor y comerciante Emiliano Zapata Salazar, el profesor Otilio Edmundo Montaño Sánchez y otros amigos, se reunieron en la cantina “Lluvia de Plata”.
El gentío de fieles, visitantes, curiosos y comerciantes abarrotaba Cuautla. Lo mismo había gente de los pueblos de la región que de otras entidades. En el registro de las festividades cuaresmales morelenses el Segundo Viernes del ciclo era venerada la imagen del Señor del Pueblo, del cual era ferviente devoto el anenecuilquense, al igual que de la imagen de Padre Jesús, en Tlaltizapán. El inicio de la rebelión suriana fue decidido ahí mismo.
Al día siguiente, sábado 11 de marzo de 1911, Torres, desde el quiosco del zócalo del antiguo Mapaxtlán ‒convertido en Villa de Ayala en honor al heroico insurgente Francisco Ayala‒ y bajo la sombra de una antigua y monumental parota, arengó a una setentena de insurrectos, acompañándolo quienes lo habían hecho en Cuautla. “¡Abajo las haciendas! ¡Arriba los pueblos!”, habría sido la arenga de Montaño al terminar su discurso.
Esta primera etapa del inicio de la Revolución Mexicana en el estado de Morelos continuó con el alzamiento del tlaquiltenanguense Gabriel Tepepa Herrera; la sangrienta toma de Tlaquiltenango y Jojutla; la confrontación entre el veterano y Torres; la renuncia del ayalense a continuar al mando del movimiento; su asesinato y el de uno de sus hijos cuando regresaba a “la Villa”; y el encumbramiento de Zapata como el indiscutible líder revolucionario.
“Es la ambición del oro y [del] poderío la que trueca en montones de ruinas los poblados, la que devasta las fértiles campiñas [morelenses] que ayer fueron un pedazo de gloria nacional por su exuberancia y lozanía, para sembrarlas hoy de cadáveres y regarlas con la sangre del pobre indio”, describió con elocuencia Antonio Dámaso Melgarejo Randolph, en su libro testimonial Los crímenes del zapatismo. Apuntes de un guerrillero (1913).
Imagen: Templo del Señor del Pueblo; Cuautla, Morelos (fragmento);
ca. 1930. Archivo Jesús Zavaleta Castro.