Jamás pensé que me convertiría en cómplice para deshacernos de un cadáver. Aquel verano lo pase en casa de mi tía, a la que llamaremos “Mili”. Un miércoles por la tarde, una amiga suya, de reciente adquisición, le pidió un favor monumental: cuidar de sus tres perros durante un fin de semana, porque tenia que salir de viaje.
Mili, siempre acomedida e incapaz de pronunciar un «no», aceptó con una sonrisa fingida, no solo porque no le gustaban los perros, sino porque es alérgica al pelo de los animales y por su avanzado estado de embarazo no quería medicarse para las alergias.
La noche en que los perros llegaron, su amiga entró en la casa como quien desembarca para una expedición al Everest. Cada perro venia con una maleta y su propia “casita”, con forma de pequeñas tiendas de campaña que más bien parecían suites de lujo diseñadas para mascotas de la alta sociedad. Los huéspedes perrunos eran tres: un maltés, un chihuahua y un caniche francés. Sin pedir permiso, la amiga instaló las casitas en la sala, en plan dueña y señora, y procedió a dar instrucciones detalladas sobre el cuidado de cada uno de sus “perr-hijos”.
El maltés no solo era el primogénito, sino que también era el mayor y más vulnerable de todos. A pesar de haberse sometido a múltiples y costosas cirugía de ojos, era ciego y veía lo mismo que Stevie Wonder en una noche sin luna. Además, requería ser acariciado al menos treinta minutos al día para evitar que cayera en depresión.
El chihuahua, por su parte, era un torbellino de energía, pero con la peculiaridad de tener sobrepeso, ser diabético y propenso a desmayos si se agitaba demasiado. Había que administrarle su medicina y mantenerlo en calma, vigilando cualquier signo de un inminente desfallecimiento.
El caniche francés era el bebé de la familia y el más travieso, tenía una fijación voraz por todo lo que pudiera masticar. «Intenta no dejar zapatos a su alcance», fue el consejo final de la amiga, como si presagiara la odisea que nos esperaba.
Cuando Mili vio alejarse el coche de su amiga, entró en casa y, con urgencia, dijo: “Ayúdame, los vamos a sacar a la terraza”. Procedimos a sacar una a una las maletas, las casitas y los juguetes. Nos aseguramos de que la puerta con malla que daba al jardín y a la piscina estuviera cerrada. Tras verificar todo, llevamos a los perros a la terraza techada y nos fuimos a dormir.
Dos días más tarde, a media mañana, decidimos ir de compras. Al regresar, fui corriendo al baño, pero justo cuando estaba a punto de bajarme los pantalones, un grito desgarrador desde la terraza me cortó completamente la inspiración. Era Mili, quien entre lágrimas y con un tono horrorizado gritaba: “No, no, no, no”.
Sin pensarlo dos veces, me subí los pantalones de un tirón y salí corriendo, porque pensé que Mili estaba de parto y que en cualquier momento el niño saldría expulsado de su cuerpo, como corcho de una botella de Champagne. Al llegar a la terraza, efectivamente, Mili lloraba histérica y desconsolada, pero no estaba en trabajo de parto, sino que señalaba hacia la malla de la puerta, que estaba rota. El caniche francés y el chihuahua obeso, con la mirada asustada y las orejas agachadas, aceptaban la culpa por haber mordisqueado y roto la malla.
“No jodas, ¡qué susto me has dado! No es para tanto, es solo una puerta rota, carajo”, exclamé enfadada. Pero Mili seguía gritando en shock, señalando y repitiendo “¡No, no, no!” en plan Pedro Infante cuando rescata a su hijo Torito muerto de entre las llamas. Fue entonces cuando seguí su mirada y descubrí que lo que señalaba no era la puerta rota sino al maltés, flotando inerte en la piscina.
Abatida por la desesperación, Mili se dejó caer en una silla. Mientras repetía: “es mi culpa, es mi culpa por dejarlos en la terraza, ¿qué le voy a decir a mi amiga? ¿cómo le explico?”, y volvía a la carga con la negación: “No, no, no, el maltés noooooo”.
Le di una ligera bofetada, desde el cariño, para que saliera del bucle de culpabilidad y estrés que podía hacerle daño al bebé. “A ver, tranquila, solo tenemos que sacar al maltés del agua lo antes posible porque con este calor, se va a hinchar y va a estallar en la piscina”, dije en tono experto y con la limitada base científica de la que pude hacer acopio en ese momento. Con la mirada perdida, Mili propuso enterrarlo en el jardín para que, al menos, su amiga pudiera llevarle flores. Sin pensarlo dos veces, corrí en busca de una pala y, como si estuviera protagonizando la primera temporada de la serie “Narcos”, comencé a cavar un hoyo bajo el abrasador sol texano y con el termómetro superando los 42 grados centígrados.
Tres minutos más tarde, jadeando y al borde del desmayo, le dije a Mili que abortaba la “Operación Entierro Clandestino”; y que necesitábamos ser más prácticas. Así que envolví al maltés en una sábana vieja y lo metí en una bolsa de plástico, lo llevé al coche y le di sepultura en el contenedor de basura del Walmart más cercano, mientras le pedía a Dios que lo acogiera en el cielo de los perros.
Desde ese día, cada vez que alguien me pide que le cuide a un hijo, una planta o un perro, recuerdo que hay momentos en la vida en los que es esencial aprender a decir simplemente: “no, no puedo”.