El primer libro que mis sentidos, olfato y tacto disfrutaron fue un voluminoso tomo comprado en abonos por mi devota madre: la Biblia, ilustrada con profusión y encanto, edición de lujo con gruesos cantos dorados y papel brillante (couché). Debo haber tenido unos siete años y, como no sabía leer de corrido, me dediqué a deletrear los breves textos al pie de las cuantiosas, espléndidas y explícitas ilustraciones. Pasé placenteros meses, quizá años empapándome de fantásticas historias. Aún persiste en mi memoria el olor a piel de la encuadernación y las aromáticas imágenes a cuatro tintas.

De mi padre, a esa edad, aprendí la manera adecuada de pasar la página, con la yema del dedo índice y sin arrugar el papel con el dedo ensalivado.

Por varios años, mi padre estuvo suscrito a la revista Life en español que llegaba a casa cada quincena y me enteraba de lo acontecido en otros países: la revolución en Cuba, la victoria electoral de John Kennedy, la última etapa del Concilio Vaticano II, el misterioso suicidio de Marilyn Monroe, la fallida invasión de Bahía de Cochinos, los alevosos asesinatos de Malcolm X, Martin Luther King y John Kennedy. Al igual que la Biblia, esta revista contenía abundantes fotografías, solo que venían en blanco y negro, sin embargo, por su calidad, constituían una amigable invitación a internarse en el texto de cada reportaje.

Siete años después, a través del oído, llegó a mi vida el segundo e impactante libro: “La Vida Íntima del Padre Pro”. En el comedor del seminario, desde un alto atril, un lector nos refería los pormenores del joven presbítero acusado de participar en actos de sabotaje y fusilado sin previo juicio durante la Guerra Cristera.

A principios de 1972, poco antes de entrar a la carrera de Filosofía, Hugo Carbajal Aguilar, mi amigo de Zacatepec, había visitado Cuba y me trajo un libro de dos capítulos: “El asalto al cuartel Moncada” y “La Historia me absolverá”, discurso escrito en la prisión por Fidel Castro Ruz. Esta lectura apasionante me atrapó.

El primer día de clases en Filosofía, antes de que el maestro llegara al salón, entró un vendedor de libros con dotes de merolico y nos incitó a comprar su oferta: tres libros por cinco pesos: “El Manifiesto Comunista”, “El papel de la mano en la transformación del mono en hombre” y “La ideología Alemana”. Caí en la tentación y los leí en una semana. En el tercer libro encontré un párrafo que me sacudió: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Esta frase me proporcionó el motivo claro por el cual vivir el resto de mi vida: luchar junto a otros para que este mundo cambie y sea mejor. Al mismo tiempo que me trazaba esta meta, sin tener conciencia de ello, estaba fijando el filtro que orientaría buena parte de mis futuras lecturas durante tres décadas: di prioridad a leer libros que reforzaran la conciencia social, que enaltecieran la lucha combativa. De entre los muchos, menciono algunos como ejemplo: “La madre” de Máximo Gorki, “Así se templó el acero” de Nicolai Ostrovski, “México Insurgente” y “Los 10 días que conmovieron al mundo” de John Reed, “El Don apacible” de Mijaíl Shólojov, “Crimen y Castigo” de Fiódor Dostoievski, “La noche de Tlatelolco” y “Fuerte es el silencio” de Elena Poniatowska, “A ustedes les consta” de Carlos Monsiváis, “El corto verano de la anarquía” de Hans Magnus Enzensberger, “Los días de la selva” del guatemalteco Mario Payeras, “Secuestro y capucha” del salvadoreño Cayetano Carpio, y así sucesivamente. Solo leía literatura que en forma explícita alentara la revolución y combatiera las dictaduras. Descarté, prejuiciosamente, a cualquier autor que no fuera de izquierda.

En alguna ocasión, alguien me recomendó leer a Mario Vargas Llosa: “Ni pensarlo, ¿cómo? si él, a mansalva, abofeteó públicamente a Gabriel García Márquez; este escritor es amigo de Fidel Castro. Vargas Llosa es de derecha”, respondí.

Después me sugirieron leer a Jorge Luis Borges y contesté tajantemente: “Ni pensarlo, simpatiza con Augusto Pinochet y respaldó el golpe de estado contra Salvador Allende”.

En el 2004, explorando las novedades de una librería, tomé un libro: “Revelado instantáneo”, escrito por Guadalupe Alonso y José Gordon, dos autores absolutamente desconocidos para mí. Se trataba de 19 entrevistas hechas a personalidades del mundo cultural de varios países. Lo tomé porque me llamó la atención que en el centro de la portada aparecían seis personajes, de los cuales cuatro me simpatizaban: Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y el oaxaqueño Francisco Toledo. De los otros dos, uno era el aborrecible Mario Vargas Llosa y la otra una señora desconocida para mí. Por mera curiosidad compré el libro. Lo empecé a leer y resultó que la primera entrevista era, ni más ni menos, que la de Vargas Llosa.

“Ni modo, ya lo compré, veré qué dice”, pensé.

Leer esa entrevista me dejó perplejo, pasmado. Vargas Llosa abundó en detalles de cómo escribió la novela “La Fiesta del Chivo”, que en esencia trata de la ejecución del dictador dominicano Leónidas Trujillo y retrata con detalle el poder dictatorial, la corrupción, el machismo y la perversión sexual del Chivo Leónidas Trujillo.

Al día siguiente volví a la librería y compré “La fiesta del Chivo”. Cuando terminé de leerlo, sentí que, como por arte de magia, se me había caído el velo de los prejuicios. Quedé liberado del prejuicio de solo leer a escritores de izquierda. Ese ejemplar hoy tiene las huellas de haber pasado por las manos y ojos de mi esposa y dos hijos. Las cosas no se quedaron ahí. Me di a la tarea de leer más libros de Vargas Llosa. Y todos, sin duda, los disfruté. Hubo libros agotados hacía muchos años, y dediqué días enteros a rastrearlos en librerías de segunda mano. Vargas Llosa desencadenó en mí una especie de vendaval literario. Descubrí que no solo era un brillante novelista, sino también un genial crítico literario, y gracias a él descubrí al uruguayo Juan Carlos Onetti, al gringo William Faulkner, a los argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, a los franceses Gustave Flaubert y Ferdinand Céline, a los italianos Tabucchi, Giuseppe Tomasi de Lampedusa y Alberto Moravia, al búlgaro Elias Canetti, a los alemanes Günter Grass y Arthur Koestler, al inglés George Orwell, y a muchos, muchísimos más.

También dos escritores mexicanos me ayudaron a despojarme de prejuicios literarios: Emmanuel Carballo, con su “Protagonistas de la literatura mexicana”, me introdujo a Juan Rulfo, Rosario Castellanos, José Agustín, Juan José Arreola, Ricardo Garibay. A través de la revista mensual “El Búho” de René Avilés Fabila, descubrí a Paul Auster, Isaac Bashevis Singer, Sinclair Lewis, Philip Roth, Joseph Roth, Gore Vidal y muchos, muchos más.

Casi para terminar, recordaré lo que alguna vez dijo Jorge Luis Borges: “Uno llega a ser grande por lo que lee y no por lo que escribe”.

Un libro te lleva a otro o a varios libros; dejémonos llevar por ellos.