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Francisco Moreno

 

Hace mucho tiempo que tengo algunos compañeros de viaje, los imprescindibles, entrañables aliados que hicieron y hacen de mi vida un tránsito placentero: la música, mis libros y algunas fotografías. Cuando decidí salir de casa de mis padres emprendí mi primer viaje sin rumbo fijo; llevaba una valija con algunos acetatos, la añorada foto de mi familia, y tres libros: Memorias de Adriano de Margarite Yourcenar, Rayuela de Julio Cortázar y Por el camino de Swann deMarcel Proust.

De ese tiempo a la fecha han transcurrido más de cuarenta años. Hoy atesoro algunos discos de 33 un tercio y 45 revoluciones por minuto, casetes originales y otros compilados con música seleccionada; infinidad de discos compactos, cientos de fotografías y muchos, muchos libros. En el trasiego quedaron a la vera o se extraviaron algunos de éstos; regalé unos y otros cambiaron de manos entre amigos y parejas.

Mi morada actual es pequeña, quizá sea la última parada de este viaje, pero uno nunca sabe. La música ocupa la parte baja de una bufetera, pues la que ahora escucho proviene de un aparato de mejor calidad; las fotografías descansan en una pequeña maleta, y los libros están por todos lados; se multiplicaron ininterrumpidamente y cohabitan conmigo sin hacer ruido. Son testigos silenciosos de mis aventuras y experiencias, y no solo gozo cuando me zambullo en ellos, sino que solo mirarlos me produce un gran placer. Suslomos, tapas y tipografía atrapan mi mirada. Hace poco releí algunos y descubrí que no soy el mismo; ellos me lo dijeron, gran revelación. 

Por desgracia, mi espacio no da cabida para tantos libros, y en un arrebato por simplificar mi diario vivir decidí ordenarlos para seleccionar aquellos que debía regalar. Hace años entendí que los libros no se venden, pues lo que ellos nos regalan no tiene precio. En todo caso, debía ceder ese placer a otros. Mi decisión hasta entonces era clara, pues pensé que uno no puede andar por la vida con tantos libros a cuestas, pues qué sentido tenía guardar las novelas y cuentos, si ya habían cumplido su objetivo; quizá solo debía guardar aquellos de arte y cultura a los que recurro con frecuencia para escribir mis textos sobre pintura y gestión cultural; sin embargo, también pasó por mi mete que las fuentes virtuales podrían sustituirlos. Así, y a pesar de que mi convencimiento se tambaleó, proseguí con mi tarea, clasificarlos.

Recuerdo que alguna vez quise ordenarlos por temas y autores, labor inacabable pues su arribo siempre fue más veloz que mi sentido del orden, y como mi experiencia como bibliotecario me había armado de ciertas manías, cuando menos los diccionarios y otras obras de consulta se podían identificar, pese a que el internet casi los ha sustituido.

Entonces, heme ahí, desempolvando libreros y repisas en un lapso de más de cinco días de labor y no termino; libros y más libros aparecen en lugares poco comunes, como cajones o en la chimenea que nunca uso. También los hay en mi buró y en muebles cerrados. Confieso que no he terminado porque tenga miles, sino porque desde que comencé he sucumbido ala tentación de ojearlos, tocarlos, observar su hechura, su belleza. Incluso me puse a releer algunos de manera indistinta, caí en su embrujo y seducción. 

Un día hallé los libros que heredé de mi padre y de mi abuelo; del primero, una versión de bolsillo de los cuentos de Edgar Allan Poe editados por Aguilar; ese tiene su firma y la fecha en que llegó a sus manos, tenía quince años. Me topé con dos títulos de Luis Spota, y con Si te dicen que caí,de Juan Marsé, que publicó Novaro en 1973, y también conLas llaves del reino de A. J. Cronin. De mi abuelo paterno hay varios de Artemio de Valle Arizpe, dos sobre buenos modales y uno de oraciones. Y entre lecturas y acomodosrecordé cuando en casa recurría al Tesoro de la Juventudpara buscar información para una tarea, o cuando simplemente ocupaba mi tiempo metido en sus capítulos, esos titulados “Cosas que debemos saber”, “El libro de narraciones interesantes”, “El libro de los ‘por qué’” y “Juegos y pasatiempos”.

Cada lectura, mirada y caricia a estos y otros libros me hizo rememorar de dónde y cuándo habían llegado tantos a mi biblioteca personal, me invadió una especie de nostalgia o de melancolía. Lejos de sentirme viejo, reconocí que estas emociones no son sinónimos de estancamiento, y empecé a ver mis libros de manera diferente, a la par que mi convicción por deshacerme de ellos menguó. 

Fue entonces que renació mi enamoramiento por ellos, y resolví conservarlos, pues son y han sido testigos de mi historia, y siguen acompañándome en mi viaje. Decidí mejor revivirlos leyéndolos nuevamente, pues, como dijo Vladimir Nabokov, “un buen lector, un gran lector, un lector activo y creativo, es un relector”. Como seguramente pensó mi padre, hoy creo que la mejor herencia que puedo darles a mis hijas son mis libros, pues a pesar de que son mujeres integradaspor completo a este siglo de tecnología y virtualidad, también son avezadas lectoras de libros impresos. Estoy seguro de que algún día en ellos hallarán otra cara de su padre, y descubrirán nuevas versiones de sí mismas.

 

 

Francisco Moreno

 

 

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