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Lo pensó, como quien sabe que nada sostenía ese pensamiento. Un sentimiento de soledad se paseaba por su realidad, de manera que todo en su alrededor era difuso e incierto. Imaginó posible que la rabia, el coraje y la tristeza les hiciera despertar, para rebelarse ante ese violento acertijo que encarnaba la muerte. Pero el miedo expandía sus fronteras y volvía todo un sitio inhóspito.

¿Cómo habían llegado a esto? ¿En qué momento comenzó a degradarse todo? ¿O es que siempre había sido así y no nos habíamos dado cuenta? Claro que no. Por más inconciencia que nos habitara, conocimos tiempos donde la bondad era un don que intercambiábamos con naturalidad.

¿Dónde anida el mal? ¿Qué tipo de naturaleza se puede permitir el odio y el rencor? Sabía que era ingenuo cuestionar al mal. No había algo anómalo en su existencia. Es una razón del equilibrio, ha reflexionado de distintas maneras la filosofía. El mal no es algo externo al hombre, decía Platón. El mal es la confusión de quien creer estar haciendo el bien, arengó Sócrates. Mientras que Emil Cioran, fiel a su nihilismo, fue tajante: “Nadie nos salva ya, el mal está hecho: hemos nacido”.

La contundencia de la filosofía es un remedo ante la naturaleza del mal. Los verdugos habitan otro mundo dentro de este mundo. Pese a todo, tenemos que abrigarnos y enfrentar la intemperie. La filósofa española María Zambrano lanzó este reto: «Tengamos un papel de ningún modo renunciable: arrancar todo lo que podamos al mal, hasta del corazón de los nuestros».

Dibujo de Raúl Silva de la Mora