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A veces es imposible escribir sobre lo visto a diario sin sentirse un traidor. La cotidianidad se especializa en hundir prácticamente todo lo próximo en el mar de la indiferencia, y cuando se lo intenta sacar a la superficie se aprecian solamente los contornos, y de los contornos uno se aferra como mejor puede para no ahogarse. Así, con el contorno ineludible del esquimal.

Ineludible porque debo pasar casi todos los días a su lado y sus máquinas esquimeras no permiten eludirlo debido a su barullo infernal. Ineludible, además, porque los esquimos operan como una suerte de indicador económico: si no hay gente comprándolos significa que la cosa va realmente mal y mejor hacerse a la idea de que sólo un milagro te salvará; pero si —como ocurre con frecuencia— hay una larga fila para degustar a toda costa uno o más brebajes altos en azúcares, es que al menos cabe una mínima esperanza todavía, como cuando el narrador de El perseguidor dice del nescafé: “Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.”

A propósito del nescafé: es uno de los sabores ofrecidos por el esquimal, junto a medias de seda, rompope, cajeta y fresa. En reiteradas ocasiones (con especial rigor durante los meses de invierno) se le ha sugerido agregarles algo, digamos, para la estimulación mental —algunas gotitas mágicas, un chorrito de mezcal, algún tipo de especie crecida a ras de suelo proveniente de Huautla, Oaxaca, su tierra natal—, pero el esquimal, padre de familia, no accede. Tampoco accede a trueques del tipo: te cambio El llano en llamas por dos esquimos, pues, como bien dice el esquimal (después de buscar el precio del libro en su celular), aunque el trato le convenga, los libros, especialmente uno con semejante título, traen mala suerte, y frente a esa categórica sentencia uno debe inclinarse, pedir fiado o, como Macario, apalcuachar ranas.

¿Qué más podemos sacar de este contorno, desde aquí, sentado en la banqueta, sorbiendo hielo edulcorado? Le gustan los chistes de El Metro, le va a las Chivas, vota nulo, lleva los zapatos envidiablemente bien lustrados, oye rancheras y comparte con este cronista esa afición tan popular por parlotear sobre cualquier cosa relacionada con los productos flotantes de la digestión, de tal modo que tema de conversación, lo que se dice tema de conversación, jamás les faltará.

Cuando al esquimal se le acumula mucha clientela, se mueve con rapidez, raspando hielo y manipulando unos vasos cuyos recubrimientos de aluminio sugieren precisamente aquello que contienen: la visión del frío, frío de Alaska, nieve de Groenlandia, un dulce lago congelado al pie de La Montaña Mágica, ahí donde alguien definió la vida como “un secreto y sensual movimiento en la casta frialdad del universo.”

Y así, al traicionar (al escribir), incorporando unas cuantas citas mañosas, se logra al menos contornear una figura, la figura ineludible del esquimal, que por supuesto en nada se aproxima a la resignada tristeza del esquimal.

 

Foto: Martín Cinzano