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¿Qué hemos hecho? Comunicación política y periodismo

 

Quienes saben algo de la historia de la Segunda Guerra Mundial, aseguran que cuando la primera bomba atómica cayó sobre Hiroshima, el copiloto del Enola Gay, Robert Lewis, al ver el tamaño de la explosión expresó el famosísimo “My God, what have we done?” (Dios mío, ¿qué hemos hecho?). Desde entonces ha sido el corolario para los resbalones más terribles de las comunidades que se permitieron el lujo de usar las herramientas de la ciencia y la tecnología de manera irreflexiva.

Todo esto viene a cuento al revisar los efectos perniciosos que las horribles formas de propaganda y algunos defectuosos intentos de “hacer periodismo”, amplificados por herramientas tecnológicas complejas como las redes sociales y la inteligencia artificial que a menudo se combina con ellas, tienen ya sobre los públicos que paulatinamente se han encapsulado fuera de la realidad que, por otra parte, solo algunos esfuerzos tratan de comunicar. Así, el espectador sólo se enfrenta a la realidad cuando ésta lo impacta de frente, una experiencia siempre desagradable que mayor infortunio, dura siempre muy poco.

La propagación de mentiras o verdades a medias ha sido una práctica cotidiana de las campañas políticas a través de la historia, pero la ciudadanía siempre podía tener un contacto con la realidad a través de entregas realmente noticiosas o saliendo a la calle a hablar con la gente. La discusión del posmodernismo sobre la “construcción de la verdad” como parte de un discurso ideológico siempre terminaba cuando alguien se topaba con la realidad física, se tropezaba con una silla o cuando tenía hambre.

Pero las herramientas para construir una “realidad” más allá de los hechos, aparte de lo real, se fueron perfeccionando con el tiempo. las redes sociales con sus algoritmos y la inteligencia artificial colaboran para entregar a los usuarios, a los públicos, experiencias que resultan mucho más reconfortantes que la realidad física, el espacio que la humanidad comparte, el mundo físico. Los propagandistas políticos aprovechan eso con particular eficiencia no porque sean brillantes, sino porque los algoritmos los ayudan.

Así, si el público A, votaría por el candidato A, las redes le obsequian una colección abundante de contenidos que soportan la ideología A, y amistades o personajes a seguir que igual la sustentan. Así cuando una encuesta le concede como tres mil puntos de ventaja a la candidata A, a ese público le parece lógico, natural, real.

Todo eso podría no resultar tan riesgoso, pero algunos medios decidieron que sería interesante considerar a las profundamente imperfectas redes sociales, como fuentes de información. Entonces se asume que “la gente” ese sustantivo tan heterogéneo, “quiere” tal cosa en lugar de otra, y los medios que caen en ese juego salen de la realidad física para ser narradores de una parcialización a la que a su vez reducen de una forma impresionante. Alguien inventa un chisme y lo publica en sus redes sociales, algún medio menor le da crédito a la especie y lo publica con un “se dice que”; y algunos medios mayores lo retoman y hasta publican las reacciones a ello. Cuando el chismoso inventor lo lee en un medio más tradicional que ha perdido la brújula, confirma “su sospecha” sobre el particular y lo repite por todos los canales posibles, igual que miles de corifeos. Así, por ejemplo, Tom Brady siempre está a punto de o valorando regresar a jugar futbol americano profesional, sólo porque respondió al posteo que alguien hizo en las redes sociales.

Hace años, la realidad contradecía poco a los medios de comunicación, por eso las pifias mediáticas se convertían en escandalosas excepciones que aterrizaban en miniseries televisivas, o películas de Hollywood. Hoy resulta muy común encontrar la lejanía entre los contenidos de muchos medios y la realidad más elemental; una desgracia que lesiona la credibilidad del único agente narrativo del mundo físico, el periodismo. Recuperar la confianza de la ciudadanía sólo es posible regresando a los orígenes de la práctica la recreación de la versión más fiel posible de la realidad que atestiguamos.

Porque la gente espera que los políticos mientan sin que los evidencien, es lo que suelen hacer y las reglas del mundo posible de la ciudadanía lo establecen así; pero esas reglas también cuentan con que alguien sea capaz de evidenciar esas licencias que los políticos se toman en la comunicación social. Es decir, el que los políticos sean como son sólo es tolerable si los periodistas son como se supone deben ser: divulgadores de la realidad; y no comparsas de las figuraciones discursivas de los políticos sin importar los dispositivos simples o complejos por los que hayan caído en tal práctica.

Mirar por el retrovisor y observar el desastre en que se ha convertido la relación del discurso con la realidad es una de las peores experiencias que podemos tener. La ciudadanía necesita creer en algo, en alguien, no para ser guiada por derroteros predefinidos, sino para tener los argumentos que le permitan tomar decisiones para caminar libremente.

No se trata de izquierdas o derechas, sino de qué fragmentos de la narrativa corresponden con la realidad y cuáles no. Por lo pronto, propagandistas y sus corifeos ya le dieron en la torre a la cientificidad de las encuestas y hasta al exquisito recurso de las fuentes confidenciales que entregan documentos, audios o videos. Pero queda todavía el recurso más sano y fiel para cualquier periodista, salir a reportear a la calle.

@martinellito

martinellito@outlook.com