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Segunda parte

Raúl Silva de la Mora

Un día de 1951, Ilse Altmann recibió la noticia de que su padre, el doctor Paul Altmann, se hallaba muy enfermo en su casa de Viena, Austria, y desde la ciudad de México viajó con su hijo de tres años, Pepe Frank, para lo que sería una ceremonia de los adioses. Poco tiempo después de esa visita murió el doctor Altmann, pero en la memoria del niño quedó grabado ese primer y único encuentro con su abuelo, quien durante un rato se olvidó de su enfermedad y abandonó su cama, dejando que su nieto se subiera en su espalda y se convirtiera en un jinete que usaba su corbata como si fuera la rienda de un corcel. Ese gesto amoroso, en un momento de desventura, seguramente dejó huellas generosas.

El viaje a Viena estuvo marcado también por un suceso inesperado: la reaparición del primer esposo de Ilse, aquel dirigente comunista a quien dieron por muerto luego de haber sido capturado por la Gestapo, y que había perdido contacto con el mundo cuando fue recluido en un hospital psiquiátrico. Esa aparición impuso un dilema, que Ilse resolvió eligiendo continuar con esa nueva vida que había comenzado en México. ¿Qué habría sido de Pepe Frank si su madre se hubiera dejado convencer por su primer esposo, optando por no regresar? Imposible saberlo, pero no es difícil imaginar que habría sido músico en cualquier circunstancia y en cualquier parte de este planeta.

Lo cierto es que, al poco tiempo de que Ilse y Pepe regresaron a México, su padre, Luis Frank, aprovechó la holgura económica que sus negocios le estaban dando y le regaló un piano a su esposa. Ese gesto se convirtió en una especie de salida en falso para la carrera musical de Pepe Frank. A su madre le pareció una idea espléndida que el niño aprendiera a tocarlo, pero tuvo el mal tino de contratar a una maestra alemana, que no dejó gratos recuerdos en el niño: “Mi mamá me consiguió una profe de piano, una señora alemana gorda-gorda y rígida-rígida, que me obligaba a sentarme en ángulo perfecto de noventa grados, y a poner los dedos sobre el piano de determinada forma, y me marcaba el tiempo con una clave, lo cual para mí no era muy divertido. Tenía yo tres añitos y la verdad que después de tres o cuatro clases me rajé y le dije a mi mamá no quiero volver a ver a esa vieja espantosa nunca más en mi vida. La señora Ingemar, a quien le decían Inge, no era una mala persona, pero el concepto de la educación europea es muy rígido en muchos sentidos, porque son gentes que se criaron en las escuelas en donde si no te sabías la lección te daban un paletazo en la mano”.

Luego de esa fallida experiencia con el piano y las clases de la señora Ingemar, Pepe tuvo la fortuna de encontrar en su camino a Rigoberto, el hijo mayor de una amiga de su madre, quien era aprendiz de sastrería y se la pasaba pintando rayas sobre la tela, cortando y preparando todo para que el maestro sastre hiciera su trabajo. En la pared había una guitarra colgada, y Rigoberto la tocaba durante sus ratos libres, en plena búsqueda de la música. Esto fascinó a Pepe y cuando su madre se dio cuenta, les consiguió un profesor de guitarra para que les diera clase: “Era el maestro Chema Mendoza, José María Mendoza, que en paz descanse, un tipazo que no sabía música escrita ni la leía, pero era un mago con la guitarra, tocaba espléndidamente bien, sobre todo desde el punto de vista armónico, hacía unos acordes complejos entre un tono y el otro, y puentes y demás. A mí se me caía la baba cuando lo veía tocar, y fue él quien me enseñó mucho de lo que se hasta la fecha. Era un poco irresponsable, bohemio, y a veces no llegaba, a veces sí, pero hicimos unas migas que duraron muchos años. Después se convirtió en el maestro titular de guitarra en la Escuela de la Sociedad de Autores y Compositores de México, y ya grande había aprendido la parte teórica, el solfeo. Yo me alimente de todo eso, y de la ternura de mi madre”.

Mientras tanto, su padre se fue a trabajar a Ciudad del Carmen, Campeche, donde creó una compañía camaronera. Cada dos meses regresaba y luego de un par de semanas se volvía a ir: “estaba construyendo su proyecto de vida, y a los cincuenta y tantos años debutar como papá y como empresario le fue difícil. Sin embargo, sus visitas eran muy divertidas. Escribía cuentos donde los personajes eran un osito, un pato y un perrito, y cuando regresaba a casa me los leía”. Este fue el principio de la zoología que habita en la obra de Pepe Frank, seguramente. (Continuará).

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