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Un apunte

Gustavo Yitzaack Garibay L.

En el medio cultural existe la prédica de que “no hay presupuesto que alcance”, cuya narrativa es sostenida principalmente por quienes administran u ocupan cargos públicos para justificar los recursos (muchos o casi siempre pocos) que el Estado asigna a las instituciones culturales y a todo lo que ello conlleva: gasto corriente y gasto de inversión. Siempre me he opuesto a esa visión limitada sobre las necesidades del quehacer y de la manifestación de lo cultural. Lo penoso es que esa postura termina por ser justificada por quienes alguna vez han sido activistas independientes, devorados por la necesidad laboral. Los presupuestos hay que pelearlos hasta el límite del despido o la renuncia.

A lo largo de mi experiencia comunitaria, y dentro de la administración pública, siempre he rebatido esa cortedad de creer en el “hacer con poco” o en el “menos es más” o en aquello de que “los artistas solo viven del aplauso”. Todas esas expresiones son una romantización de la miseria y de la precariedad culturales en las que se ha subsumido a agentes y procesos culturales.  No pocas veces he tenido severas diferencias para reivindicar que todo recorte presupuestal significa un paso atrás y que la cultura y las artes, “bien hechas” o “bien producidas”, cuestan, y cuestan mucho.”

No hay mayor ejemplo que la cultura de los pueblos. Uno no puede sino ver con asombro la capacidad organizativa, la cooperación generosa y la fastuosidad de las fiestas y tradiciones populares: comida, ornamentación, música, convocatoria o recepción. Esto apenas asoman la cohesión de los vínculos comunitarios la potencia de esa energía de la que abreva la mística de los pueblos en su realidad concreta, el departir: fiesta o ceremonia. Aún en la modestia de las comunidades más rezagadas, todo acto festivo o manifestación material e inmaterial recibe la dignidad que reviste la ocasión (tiempo-espacio, sagrado y profano, laico y secular, fondo y forma). 

Sin mayor embrollo, el binomio gasto e inversión simplemente se traduce en destinar recursos públicos para que la institución cultural se manifieste no solo como representación y cobertura del poder estatal, sino sobre todo para que las personas servidoras que la conforman asuman con vocación de servicio un ejercicio, una función, para que de manera corresponsable y en diálogo democrático, abierto e incluyente, con la sociedad en general y con el sector cultural en particular, diseñen, planeen y operen los planes, programas y proyectos que encarnen la naturaleza de sus competencias, su quehacer y pertinencia, es decir su razón de ser: garantizar el ejercicio de los derechos culturales de la población, vista de manera real como el acceso que la población debe tener a bienes y servicios culturales.

Frente a ese prejuicio que busca des responsabilizar a quienes planean en qué y cómo ocupar, gastar o invertir los recursos humanos, líquidos y en especie, está la ausencia de mecanismos de monitoreo de gasto local a través de un observatorio cultural y de políticas públicas. El desastre de la actual gestión de la Secretaría de Turismo y Cultura, así como de los órganos desconcentrados, descentralizados, y el abandono de las instancias culturales por parte de los ayuntamientos de los treinta y seis municipios son la expresión de una oportunidad perdida.

Cuando concluya la administración estatal de Cuauhtémoc Blanco, considerado por muchos como el peor gobernador en la historia de Morelos, la cuestionada Secretaría de Turismo y Cultura habrá ejercido una cifra que rondará los seiscientos millones de pesos, esto de acuerdo al comportamiento histórico del presupuesto aprobado por la LI Legislatura del Congreso del Estado entre 2018 y 2022.

Es importante preguntarnos cuál es el monto asignado a cultura, un dato bastante disperso que gravita entre ampliaciones, modificaciones y subejercicios, pero es más importante que nos comencemos a preguntar: ¿quiénes, en qué y para qué se gasta el dinero público? ¿Cuál es el proyecto cultural del Estado más allá del eslogan “Morelos. ¿Anfitrión del mundo”? ¿Es el papel de los ayuntamientos organizar bailes populares o conciertos de índole comercial, emulando a la industria cultural comercial que nos legó el modelo cultural Televisa, cuya narrativa está centrada en el entretenimiento y el lucro?

Resulta evidente que no hay condiciones equitativas entre la oferta de la industria cultural comercial y la producción y manifestación cultural de las comunidades cuando el Estado, en sus tres órdenes de gobierno, interviene con “subsidios”, “apoyos” o “financiamientos” que terminan por ser dádivas porque no se comparan con los recursos que se destina a lo que ellos, los que “gobiernan” o “administran”, consideran que es cultura desde “su gusto. El poder público, en Morelos, no asume la responsabilidad de presupuestar con principios y criterios interseccionales de derechos humanos, pertinencia, prioridad, y equidad de género. Nos enfrentamos a la discrecionalidad de la función pública: unos cuantos modelando el gusto y el gasto de lo público. Es grave, así se fermenta el fascismo, la uniformidad de la sociedad. El triunfo de la voluntad de una narrativa en donde la estética oficial es la que impera.

El presupuesto del gobierno del estado y de los ayuntamientos ha sido despilfarrado, desde la ignominia a la impunidad, para el pago de una burocracia memorablemente ineficiente y la embriaguez de una pseudo popularidad cuya narrativa se sitúa en la volatilidad de las redes sociales. No hay un solo programa de política cultural pública u obras de infraestructura estatal que me contradigan. Lo que hubo es de presupuesto federal, la Casa Lázaro Cárdenas en Palmira. Todo lo demás está en el abandono. Vean los museos y casas de cultura. Bien dicen, es poco el amor para derrocharlo en celos. 

Pero este artículo no trata de vulgar dinero, el valor de la cultura está más allá del presupuesto; estamos hablando del simbólico, real e imaginario capital social de una comunidad. No, los señores del poder, y del dinero, tampoco lo saben. ¿Por qué permitimos tanto?

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