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Políticamente hablando, nuestro país no ha podido concluir su transición democrática. Nos ufanamos por decir abiertamente que nuestro país es una República Constitucional Democrática y Social, pero no todos los ciudadanos mexicanos podemos entender sus implicaciones y sus consecuencias, sociales, políticas, económicas y culturales.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, en nuestro país se llevaron a cabo las reformas electorales de 1964, 1977, 1987, 1990, 1993 y 1996, las cuales tuvieron como objetivo hacer a nuestro sistema político y de partido, más competitivo, abierto y plural, democrático, transparente y liberal. Y que las nuevas generaciones de jóvenes ignoran.

Con la esperanza de que esta forma de acceder al poder, más democrática, nos colocará en el proceso de consolidar un país más próspero, menos desigual, más justo, con un Estado de derecho, el cual garantice nuestros derechos humanos y libertades de pensamiento y expresión, con una justicia social vigorosa. Con estas reformas normativas emprendimos la aventura hacia un país moderno, alejado de las tentaciones de los grupos de poder, que en cuanto llegan se instalan en él, con la pretensión de perpetuarse, hacen con él un gobierno autoritario con tintes democráticos.

Estamos en un año electoral disyuntivo, tal vez sea el último con un aire democrático, pero todas las señales que ha estado mandando, el inquilino del palacio nacional, apuntan hacia una elección de Estado. Con un superponer que se la ha otorgado a los militares, con la delincuencia organizada o desorganizada desatada y protegida, con ataques sistemáticos al INE y a la Suprema Corte de la Nación, así como, a los organismos autónomos gubernamentales, no son buen presagio para la consolidación de nuestra vida democrática, por el contrario, los hechos apuntan hacia una dictadura ¿Oh qué, no?