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Creaturas del átomo

 

La era del átomo engendró monstruos. Y no me refiero únicamente a los seres mutantes de las fantasías sobre apocalipsis nucleares, también a las atrocidades ecológicas y humanas relacionadas con la radiación, desde las bombas de Hiroshima y Nagasaki hasta las catástrofes de Chernóbil y Fukushima.

Recién terminé de ver Fallout, la nueva serie emblema de Prime. Inicialmente no tenía intenciones de escribir sobre ella, pero vi un reel de Alba Moreno (fisicamr en Instagram) sobre la serie donde explica que los plátanos tienen potasio 40 un material radioactivo (pero que es inofensivo).

Eso me hizo pensar —obviamente— en los plátanos como medida de la radiación; en la ciencia del átomo, la carrera nuclear entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética; en la enorme producción de ciencia ficción sobre mundos postapocalípticos, en Phillip K. Dick; en mi obsesión temprana por Godzilla y los X-Men y, cómo no, en Svetlana Aleksiévich y su Voces de Chernóbil.

Algo que no sabía (y que me enteré por Alba Moreno) es que los plátanos tienen radioactividad. Al investigar me enteré de que comerse un plátano te expone a .0000001 sieverts (la unidad de medida de la cantidad de radiación absorbida por los tejidos humanos), es decir, totalmente inofensivo; hay más radioactividad en el escáner de seguridad del aeropuerto (equivale a 2.5 plátanos).

Volviendo a Fallout, en esta serie el mundo está devastado por las bombas atómicas. 200 años después del apocalipsis nuclear aún continúan viviendo personas en refugios nucleares subterráneos, mientras que en la superficie hay mutantes, órdenes religiosas con servo armaduras, muchísima destrucción y ambientes radioactivos. Como el apocalipsis ocurrió en los años 50 en Estados Unidos, toda la estética, ambientación, música y la cultura es típica de los años 50 de ese país.

Fallout tiene muchísimos referentes a obras de ciencia ficción. Por ejemplo, los páramos destruidos y desiertos evocan dos novelas de Angela Carter: La pasión de la nueva Eva y Héroes y villanos. La misión de La Hermandad (buscar tecnología antigua para que nadie la use) es muy parecida al objetivo de la Orden Albertiana de Leibowitz en la novela de Walter M. Miller Jr., Cántico por Leibowitz, además que las servo armaduras que usan los caballeros de la Hermandad recuerdan los trajes de combate de La guerra interminable de Joe Haldeman y la referencia a un perro que acompaña al ghoul hace pensar en Un muchacho y su perro de Harlan Ellison.

La producción literaria de ciencia ficción de entre los años 50 y 70 estuvo fuertemente atravesada por el pánico a la hecatombe nuclear. Un miedo más que fundado después de haber visto las atrocidades de la bomba en Hiroshima y Nagasaki, y la subsecuente locura de la carrera armamentística nuclear entre EE.UU. y la U.R.S.S. Otras obras desarrolladas en escenarios post guerra nuclear son Las crisálidas de Joe Haldeman, Duro errante de Russell Hoban, Oryx y Crake de la Atwood, Dr. Strangelove de Peter George (retomada por Kubrick para hacer la película con esa “canónica” escena del vaquero cabalgando un misil nuclear); La carretera de Corman Mccarthy, aunque es un libro de 2006 (la película de John Hillcoat es fenomenal) y por supuesto varios de Phillip Dick: La penúltima verdad, Dr. Bloodmoney y Deus Irae, esta última escrita al alimón con Roger Zelazny. Dick siempre merece más que una mención, pero como es harto complejo hablar de su obra me limitaré a decir que la historia se desarrolla en un mundo postapocalíptico devastado por una guerra nuclear y que hay un complejo entramado de los personajes que Frederic Jameson (el teórico del posmodernismo) explica magistralmente en “Después del Apocalipsis: sistemas de personajes en El doctor Moneda Sangrienta”. No puedo dejar de mencionar Cartas de un hombre muerto, una película rusa de 1986 dirigida por Konstantin Lopushansky, un filme magistral a la hora de retratar un mundo devastado por la bomba y que, según cuentan, usó solo arena y basura para crear esos escenarios desoladores. Si la pueden ver, de verdad que no tiene desperdicio.

Si bien todas estas visiones catastrofistas sobre los posibles peligros la radiación están más que justificadas, la radiación tiene muchas aplicaciones que nos benefician. En paleontología y arqueología la radiación se utiliza para fechar fósiles y artefactos antiguos. Por ejemplo, los investigadores pueden utilizar la datación por radiocarbono para determinar la edad de huesos, carbón y madera fosilizados; también se puede usar la radiación para mapear la composición y estructura de la corteza terrestre. En el área de la salud, la medicina nuclear incluye desde diagnósticos por imágenes como rayos X, mastografías o tomografías por emisión de positrones, hasta el uso de ciclotrones para detectar células cancerosas y radioterapia como tratamiento para esta enfermedad.

La generación de energía es otro de los usos más comunes de la radioactividad. En algún punto de la historia (precisamente en la década de los 50, justo como en Fallout), la energía nuclear se propuso como energía limpia y suficiente para todo el mundo y muchos países comenzaron sus programas de energía nuclear. La U.R.S.S. y EE.UU. fueron los países pioneros en construir reactores para producir energía. Las narrativas de esos años, en las que se enfrentaban las ideologías políticas de esos países, causaron que a la par del desarrollo de la energía nuclear se creara una enrome tensión por la creciente construcción de armamentos nucleares, lo que se conoció como La Guerra Fría. Al margen de ello, los programas mundiales de energía nuclear se enfrentaron a la quizá más grande catástrofe ambiental por un accidente radioactivo: la explosión de uno de los reactores de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin el 26 de abril de 1986, en Chernóbil.

Mucho se ha escrito sobre este accidente. Desde las estimaciones de muertes directas por el accidente y las muertes indirectas por los efectos de la radiación; hasta las afectaciones al ambiente que perdurarán por siglos. Svetlana Aleksiévich, periodista y Premio Nobel de literatura 2015, escribió el que me parece uno de los testimonios más conmovedores (en sus muchas aristas) de la tragedia. En Voces de Chernóbil Svetlana retoma muchísimos testimonios de actores directos e indirectos, a través de la curaduría de los relatos, ordenándolos en un discurso coherente, muy al estilo de una tragedia griega, con coro incluido. Un punto sumamente importante en los testimonios es la diferencia entre “átomo bueno” (el que produce energía) y el “átomo malo” (el usado para la guerra). Al final quienes vivieron la tragedia pudieron constatar que, lamentablemente, no había un átomo bueno y otro malo, sino un átomo sin filiación política ni moral, con sus ventajas y riesgos, como el fuego de Prometeo.

Foto en blanco y negro de un grupo de personas posando para una foto

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Fotograma de cartas de un hombre muerto

*Comunicador de ciencia Instagram: @Cacturante