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Lo que supuran las piedras

Agustín B. Ávila Casanueva*

El olor de la tierra. El olor de la tierra mojada. El olor de las bacterias y los hongos mojados en la lluvia. La lluvia cayendo sobre el suelo y las piedras. Los recuerdos que emanan con los olores. Cerrar los ojos para poder oler mejor. Un olor arcilloso. El petricor.

A pesar de ser una palabra acuñada en el idioma inglés, petricor está construido, según el diccionario Oxford de la lengua inglesa, de dos vocablos griegos: petra (πέτρα), “roca” —o petros (πέτρος), “piedra”, alguno de esos dos— e icor (ἰχώρ), que el mismo Homero describe de la siguiente manera en la Ilíada, justo después de que Afrodita fuera herida:

Brotó la sangre divina, o por mejor decir,

el icor; que tal es lo que tienen los bienaventurados dioses,

pues no comen pan ni beben vino negro,

y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales.

También aclara que el icor proveniente de la herida de una o un dios es mortal para las personas. Pero bueno, juntando ambas raíces tenemos que el petricor es la sangre divina de las piedras, la cual, lejos de ser letal, huele bastante bien y nos provoca un par de sonrisas.

Sin embargo, en el artículo científico original —publicado el 7 de marzo de 1964— a cargo de un par de geólogos australianos, Isabel Joy Bear y R. G. Thomas, titulado “La naturaleza del olor arcilloso”, dicen sobre este olor, sobre el olor a lluvia: “proponemos el nombre petricor para este olor único, que puede ser descrito como un icor o esencia tenue, derivada de las rocas”. También aclaran que el petricor “no es necesariamente una entidad química específica, sino más bien denota un olor integral, variable dentro de una latitud ósmicafácilmente identificable”. “Latitud ósmica” me parece un concepto maravillosamente poético para un artículo científico.

Pero retomemos: “esencia tenue”. Si hay algún adjetivo más alejado de las conflictivas y caprichosas deidades griegas —y de su sangre— es tenue. Quedaron Aquiles y su cólera reducidos a una tenue expresión. ¿A qué icor se refieren entonces los australianos? Escarbando un poco más en el oloroso y fértil suelo de la lengua, encontramos una segunda —y al parecer, aún más antigua— acepción de icor: la descarga acuosa de una herida. De una herida cualquiera, no necesariamente divina. No de un ser inmortal, sino de un proceso de alivio tenue. Sutil. No eterna, sino efímera.

El petricor no es la sangre de las piedras, relacionada a la de los dioses, sino lo que mana de la herida de las piedras, de los suelos. Y, viéndolo de esta manera, nos permite hablar más directamente de la formación de los suelos, de sus procesos, de que los suelos no son inmortales o invencibles, como los dioses griegos. Sino que sus propiedades van cambiando con el tiempo.

El suelo se construye con la actividad de la lluvia, las bacterias, los hongos, los animales y las plantas que lo habitan. El tipo de piedras que lo sustentan. Lo que le vertemos, rociamos y tiramos encima. O lo que no. Los abonos, los desechos, las hojas secas, los cadáveres de animales, la composta. Lo que construimos y cultivamos. Las planchas de asfalto y la milpa. Si lo dejamos descansar, supurar, aliviarse y reconstruirse, o si lo agotamos.

Si lo sangramos demasiado, ese olor que nos gusta y reconocemos, ya no va a estar ahí, se va a acabar. No hay nada de malo en ver al suelo como una deidad. Pero no como una inmortal e invencible. Pongamos atención a sus procesos para sanarlo y mantenerlo. Ya lo dijo José Revueltas: “Nuestra primera condición es estar en la tierra”.

*Coordinador de la Unidad de Divulgación del Centro de Ciencias Genómicas de la UNAM

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