

Historia de un encuentro luminoso
(Primera parte)

Para Jaime López, que sabe de estos mundos
Las muchas emociones del segundo día en Granada -ya compartidas con ustedes en líneas anteriores- nos obligaron a reposar un rato en el hotel antes de dar un paseo de despedida. Después de arreglar la maleta, pues la tarde siguiente salíamos rumbo a Cádiz, Laura me propuso que averiguara a qué hora había funciones en un lugar ubicado en la esquina de la calle a menos de veinte metros de nuestro hotel. El sitio por el que pasábamos todo el tiempo era la Cueva Flamenca “La Comino”. Cada vez que caminaba frente a sus puertas me detenía a conversar con un hombre de pelo largo y entrecano -luego supe que se llamaba Manuel- pensando, equivocadamente, que era el gerente o el encargado del lugar. Casi en todas las ocasiones conversábamos de flamenco, yo de forma ingenua le “presumía” de los cantaores que conocía y, por supuesto, subrayaba que para mí el mejor era Camarón de la Isla. Nuestras pláticas siempre eran interesantes y divertidas, y algunas de ellas versaban también sobre la obra de los poetas de su tierra, Lorca, Alberti y otros, que él conocía a la perfección.
Así, esa noche, al acercarme a la Cueva para informarme sobre el espectáculo propuesto por Laura me encontré en la puerta con Manuel; esta vez sólo le estreché la mano, puesto que en ese momento él estaba entrando al local. Entonces fui a preguntarle a la muchacha que vendía las entradas a qué hora comenzaba el show. Su respuesta fue que empezaba en minutos, pero que sólo tenía lugares separados. Ante la imposibilidad de ver el espectáculo, Laura y yo preferimos dar una última vuelta por la Plaza Nueva y buscar dónde tomar algo. Yo me adelanté mientras ella se quedaba preguntando algo en el hotel y, al alcanzarme, le vi esa sonrisa que conozco de cuando hace alguna travesura. Al verse descubierta me dijo: “Qué crees, compré entradas para el próximo show, que empieza en poco más de media hora. Es que se me antojó para despedirnos de esta increíble visita”. Al tiempo que hablaba frente a nosotros aparecieron los marcianos de Murcia, a quienes habíamos conocido esa tarde, aunque ahora venían acompañados de sus esposas. Ahí en la calle charlamos, volvimos a reír y nos despedimos, pues ya era hora de ir a la Cueva Flamenca.
Quince minutos antes de empezar la función entramos, llevando cada uno la bebida que ofrecen de cortesía en la puerta de La Comino, sin presagiar ni cercanamente la maravilla de lo que estábamos por vivir.

Nuestros lugares estaban en la segunda fila frente al tablao donde vimos entrar, en primer lugar, a dos bailarinas y un bailarín que tomaron asiento, después apareció el guitarrista e hizo lo propio, dejando una silla vacía entre él y los bailarines. En ese momento las luces bajaron de intensidad y vimos entrar, para mi total asombro, a la estrella del espectáculo, el cantaor. La sorpresa casi me hizo soltar la copa al verlo sentarse y darme cuenta de que ese hombre de pelo largo que se disponía a cantar era Manuel, la persona con la que había conversado muchas veces a las afueras de esta su Cueva sin saber quién era.
Laura y yo quedamos mudos ante su voz, la sensibilidad y su fuerza gitana heredada por generaciones, la que mostró esa noche al interpretar aquella música y aquellas letras. Sin embargo, para ambos, la emoción -que en mi caso llegó hasta las lágrimas- se produjo cuando Manuel Heredia, el cantaor, antes de la última canción del primer acto anunció que lo que iba a interpretar era un tema sobre García Lorca, y aclaró que no se trataba de ninguno de sus poemas, sino que era una composición en homenaje al poeta, e inmediatamente después, como un relámpago impactante para nosotros, expresó: “Esta canción la quiero dedicar a una persona que acabo de conocer y sé que será mi amigo para siempre, uno de esos hombres con los que he sentido una comunión inmediata. Con respeto, va esta canción para el señor Jorge ‘El Biólogo’ Hernández y su señora esposa”. Lo dijo sentado, desde su silla, desde donde cantan los gitanos, al tiempo que nos señalaba con la mano abierta. Los dos nos levantamos, yo con lágrimas en los ojos -no tengo por qué negarlo-, para agradecer mientras el público aplaudía.
Terminó el espectáculo y a la salida, ahí en la puerta donde tantas veces habíamos platicado, sin palabras, solamente pude darle un abrazo de agradecimiento, una vez más con los ojos empañados fugazmente. Él, por su parte, generoso y con una sonrisa que no he olvidado, me recordó que deseaba leer algo de lo que yo escribía.
Dos días después de esa despedida, a nuestra llegada a Cádiz, lo primero que hice fue ir a la oficina de Correos, tomé un sobre, puse dentro mi libro Travesías y anoté la dirección y el nombre del destinatario: Manuel Heredia.

Esta, la historia sobre la amistad, continuará en la próxima Vagancia semanal. Los espero.
*Bailarín tropical, apasionado de viajes, bares y cantinas, que desea que estas Vagancias semanales sean una bocanada de oxígeno, un remanso divertido de la cotidianidad.
