loader image

JULIÁN VENCES

Diez años habían pasado de aquella primera vez en que el eminente señor obispo Sergio Méndez Arceo llegó a Morelos entre multitudes. Aquella ocasión, martes 29 de abril de 1952, fui testigo indirecto; aún me faltaban cuarenta y cinco días para abandonar el acuoso refugio materno que me brindaba refugio y sustento. Mi madre, la tablajera María de Jesús Camacho Hermosa, lidiando con tremenda panza sietemesina, mezclada entre la multitud, agitó una pequeña bandera de papel china amarillo con blanco, los colores vaticanos. Recargada en el muro contrafuerte del templo de Tercera Orden —esquina de Morelos e Hidalgo—, frente a la gasolinera, sin quejarse, sudando a chorros, con boca reseca, soportó el retrasado arribo del nuevo mitrado. Con un abanico de cartón, de esos que se agitan del abatelenguas, mitigó los efectos del cruel sol primaveral que desprendía ardientes rayos.

El jubiloso gentío del viernes 21 de diciembre de 1962 celebraba que el obispo regresaba de Roma. Había asistido a la primera sesión del Concilio Vaticano II. Evento que congregó a 2,800 jerarcas de la Iglesia Católica. Esta vez fui testigo directo, yo iba de la mano de la tablajera. No pudimos ingresar al abarrotado templo de la Tercera Orden, esperamos de pie en la puerta lateral y por ahí vimos salir al hombretón sonriente, agradecido, con rumbo a la Capilla Abierta donde presidió la celebración eucarística.

Pasados nueve días, al salir de la misa dominical de siete de la mañana, la tablajera compró el «Correo del Sur»; en sus páginas centrales el director Heladio G. Camacho escribió:

«Triunfal regreso del señor Obispo».

«Al resonar de vibrantes aclamaciones entró triunfal a Cuernavaca el excelentísimo obispo. El pueblo lo recibió con el corazón desbordante… cientos de personas fueron a recibirlo en los límites del estado, adelante de Tres Marías, con flores, confetis y cantos. Decenas de motociclistas a la vanguardia».

«Desde la glorieta de Buena Vista una ambulancia de la Cruz Roja iba adelante anunciando con la sirena».

«Desde los balcones y azoteas se sumaban los aplausos a los de las personas que en algunos lugares desbordaban las aceras de las calles».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *