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HUGO TENORIO CEDEÑO

Era mitad de los años noventa en Cuautla, Morelos, finalizaba la secundaria y mi apetito por escuchar nueva música volvía a despertar gracias a que mi cuate Luis Carlos contaba con una colección considerable de CD’s, todos de los géneros grunge, rock alternativo y cualquier cosa que pasara después de las diez de la noche por MTV. Solía echarle carrilla sobre la portada del disco Ten de Pearl Jam, ya que era muy similar a la de un disco de Magneto que unas amigas escuchaban mucho en esos días.

Por otro lado, Roberto, otro gran amigo, tenía la costumbre y la total confianza en el Servicio Postal Mexicano para pedir a Europa y a otras partes del mundo material discográfico directo de las disqueras más temidas por la extrema derecha internacional. Le llegaba de todo, Rotting Christ, Burzum, Unleashed y lo más relevante del underground nacional, porque también solía escribirles a grupos mexicanos para que le enviaran sus casettes, CD’s y viniles. Por y gracias a él, conocí al Shub Niggurath y a The Chasm, proyectazos de metal mexicano muy adelantados a su tiempo, en fin. 

Como por esos años, el error de diciembre había golpeado la economía de la gran familia mexicana. La única manera de hacerme de material era ahorrando el dinero que mis padres me daban para el almuerzo, que a su vez, para calmar mi hambre de discos, decidieron conectar la antena de la televisión al estéreo de la casa para que pudiera captar las estaciones con contenido rockero de la ciudad de México y, por supuesto, de Cuernavaca. De esta manera me enteré que había otras eras del rock que tenía que conocer antes de la que estaba viviendo; pero más allá de la radio, no había alguien que me enseñara esas historias, ya que toda mi familia tenía una afición única y exclusiva de ser devotos del bolero. Estaba perdido y muerto de hueva; así que una tarde de verano, mientras tenía unas de mis acostumbradas caminatas por el centro de la ciudad, esperando que cayera un meteorito en el Cine Robles o que los choferes de Pullman y  Estrella se fueran a paro porque ya estaban hartos de comer tacos acorazados diario, llegué a la calle de Rosalio Costeño. Ahí estaba El Disco Del Recuerdo, todo era vinilo. Entré para conocer y ahí, estaba sentado con su look jipitesco inconfundible y su voz aguardentosa  Pepe Cadenas.

 

– ¡Pásale amigo! ¿Qué te damos? – Me dijo Pepe.

– Hola, ando buscando discos de Black Sabbath, ¿tendrás algo? – respondí.

– ¡Aaahhh eres de los buenos! Busca en la letra B, seguro hay algo, aunque no creo tener nada de la época de Ozzy; solo los ochenteros.

 

Comencé a ensuciarme los dedos de ese polvo añejo y encantador que envenena dulcemente el alma al saber que encontraste oro negro, mientras él sacaba el Get Yer Ya-Ya´s Out! de los Rolling Stones y lo ponía a todo volumen, en menos de dos minutos ya tenía bajo mi brazo el Mob Rules y el Heaven And Hell de la banda por la que había preguntado. El precio era risible porque precisamente para mediados de los noventa todos buscaban discos compactos y las fábricas de viniles estaban cerrando en todo el mundo. Le pregunté qué disco había puesto, me recetó toda la historia de los Stones en menos de diez minutos, de ahí los conecté con los Beatles, Clapton, Pink Floyd, Hendrix y la raíz de todo: Muddy Waters. Salí como con cincos discos y una sonrisa envidiable, había encontrado un nuevo amigo. Con el paso de los años Pepe se fue a Cuernavaca, pero yo también, y lo volví a encontrar mucho tiempo después en el callejón de Comonfort; en la tienda de Rolando Falfán, quien tuvo una tienda de discos en Cuautla, pero él solo vendía CD´s. Me dio mucho gusto ver a mis dos grandes dealers de música juntos. Pepe Cadenas falleció algunos meses después, jamás le agradecí todo lo que me enseñó. Hasta ahora con este texto.

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