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La violencia en Morelos no es un asunto nuevo, cada día en promedio son asesinados más de cuatro personas en el estado y cada víctima directa deja a familias y pequeñas comunidades lastimadas de por vida. Cada una de las vidas que se han perdido a manos del crimen era importante y cada una de ellas merece verdad y justicia.

En un contexto de violencia institucional contra los periodistas, sin embargo, el secuestro/asesinato de Roberto Carlos Figueroa, tiene un doble impacto (similar al que han tenido los homicidios y feminicidios de activistas, defensores de los derechos humanos y políticos en el estado). Por una parte, está la tragedia humana, familiar que se comparte con cada una de las víctimas de la violencia en Morelos que, en la actual administración sobrepasan las cinco mil 500. En el lado social, se priva a la ciudadanía de escuchar las voces que pueden, mediante su narración de las realidades, ayudar a cambiarlas. Y en las actuales condiciones de Morelos y del mundo, perder voces que se abren paso para escucharse y contribuir a la crítica de una realidad que a nadie debería satisfacer, es impermisible.

En Morelos habitan más de quinientos trabajadores dedicados a la comunicación. Aunque tal escenario parece abundante, lo cierto es que cada una de esas voces, estilos narrativos, lentes fotográficas, tiene una personalidad propia y aporta algo a las audiencias a partir del ejercicio de su legítimo derecho a informar. La polarización política y social, y el ambiente de violencia e impunidad que vive el estado, han hecho especialmente molesta la labor de muchos periodistas para algunos sectores políticos.

Además, la revisión que desde el periodismo se hace del poder público en Morelos, un estado cuya percepción de corrupción está entre las cinco más altas del país, hace que las barreras legales, simbólicas, financieras, físicas, que se ponen a la labor periodística tengan un carácter de instrumentales del quehacer político.

En un contexto así, todas las investigaciones de crímenes contra los trabajadores de los medios deberían indagar sobre la relación de la violencia con el trabajo periodístico.

Morelos no puede seguir silenciando las voces de quienes, con su observación, narración y crítica construyen la historia del estado. La indolencia que han mostrado los poderes del Estado es indignante. El Ejecutivo mandó una condena protocolaria y evadió la responsabilidad por omisiones que tiene en la situación de violencia en el estado. El Legislativo envió condolencias sin condenar o siquiera reconocer el homicidio. El judicial no se había pronunciado hasta la noche del sábado. Tal actitud evidencia que no han entendido el valor social y político del ejercicio periodístico y eso, seguramente, explica mucho del riesgo que corren los comunicadores en el actual Morelos.