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Davo Valdés de la Campa

 

El 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche salió de su habitación en Turín para dar un paseo. Durante su recorrido fue testigo de cómo un cochero golpeaba con el látigo a un caballo que se rehusaba a moverse. Se cuenta que Nietzsche se conmovió de tal forma que se precipitó para contener al cochero, y sollozando abrazó al caballo. Según la historia, este encuentro llevó al filósofo alemán a guardar un profundo silencio que se extendió hasta su muerte el 25 de agosto de 1900. Según sus amigos, al final de sus días estaba ya consumido por la locura y había perdido el lenguaje. ¿Pero qué pasó con el caballo? En 2011 el director húngaro Bella Tarr y la cineasta y cinematógrafa Ágnes Hranitzky retomaron esta misma pregunta para la trama de su película El caballo de Turín (2011), ya que al inicio del filme se cuestionan cuál podría haber sido el destino de ese animal.​

​A pesar de que la incógnita del porvenir del caballo es el detonante, la película en realidad trata sobre “la pesadez de la existencia humana”. El cochero maltratador vuelve a casa con su caballo donde lo espera su hija. Sus días se repiten entre monotonía y resignación en un paisaje que es también violento y desolador. El tiempo avanza pero nada ocurre que cambie, trastoque o agite sus vidas. Así que me pregunto de nuevo ¿Qué significa el caballo para esta historia? ¿Es acaso un testigo mudo? ¿Qué pasaría si contaramos las historias de los animales que acompañaron a hombres y mujeres pero desde su perspectiva animal? ¿Cómo sería el mundo visto desde Toto, Rocinante, Platero o Bull ‘s Eye o incluso de Lassie, Flipper o Babe? ¿Cuáles serían sus aventuras y dónde fijarían su mirada? Un intento, es sin duda el esbozo con un dramatismo conmovedor de Paul Auster en su novela Tombuctú, en la que a través de la voz de Mister Bones, un perro callejero conocemos a su humano de compañía, un poeta vagabundo de Brooklyn. No obstante, la voz del can, es sólo un pretexto para contar el arco narrativo de un humano.

​Todas estas reflexiones surgieron a partir de EO (2022), la más reciente película de Jerzy Skolimowski, el director polaco que salió de su retiro para contarnos la historia de un peculiar burro y su paso por el mundo a través de distintos cambios de dueño y escapes: los gestos de amor, las penurias. El filme captura la paciencia animal, pero también los procesos que Donna Haraway llama naturoculturales. Es decir, los vínculos entre las prácticas culturales y la naturaleza que en un entramado de relaciones recíprocas determinan las formas de existencia. ¿Cómo afecta el mundo posmoderno al burro y también cómo el animal incide en las muchas vidas que atraviesa? Otro factor interesante de EO es que se trata de una reinterpretación de Au hasard Balthazar (1966) de Robert Bresson en la que seguimos también a otro burro, en otra época y otra geografía, mientras que Eo nos revela el presente, incluso a través de un cuadrúpedorobotizado que se retuerce en la hierba, acaso un intento vano de replicar lo que concebimos como animal. En la película de Bresson se nos insinúa que a través de un ciclo que intercala explotación y compasión, Balthazar, alcanza una suerte de beatitud. Skolimowski y su esposa, Ewa Piaskowska, con quien coescribió el guión, por su parte, nos dicen que los animales sueñan. Algo que sin duda le gustaría a la filósofa belga Vinciane Despret, autora del libro ¿Qué dirían los animales si les hicieran las preguntas correctas?, en el que a través de la frase: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo” de Spinoza, se pregunta: ¿qué puede un animal?

​EO a momentos nos muestra los ojos del burro (lo que de manera antropomorfizada podríamos llamar sus expresiones, pero sobretodo su impasibilidad ante las intrascendentes tragedias humanas), pero, a veces nos coloca desde la perspectiva de lo que mira, como desde el interior del ojo y es justo de ahí que la imagen cobra fuerza y significado porque nos enseña el mundo de posibilidades interiores del animal. Recuerdo a propósito de la mirada lo que Derrida reflexionó a partir de que su gato lo miró, mientras estaba en el baño: 

“El animal está ahí antes que yo, ahí a mi lado, ahí delante de mí –de mí, que estoy si(gui)endo tras él–. Y así pues, también, puesto que está antes que yo, helo aquí detrás de mí. Me rodea. Y desde este ser-ahí-delante-de-mí se puede dejar mirar, sin duda, pero –la filosofía lo olvida quizás, ella sería incluso este olvido calculado– él también puede mirarme. Tiene su punto de vista sobre mí. El punto de vista del otro absoluto y esta alteridad absoluta del vecino o del prójimo nunca me habrá dado tanto que pensar como en los momentos en que me veo desnudo bajo la mirada de un gato”.

En este breve fragmento, extraído de su texto “El animal que luego estoy si(gui)endo”, Derrida deconstruye la idea errónea que la filosofía occidental desde Aristóteles hasta Heidegger, pasando por Descartes, había atribuido al animal: “como si ellos hubieran visto al animal sin ser vistos por él, sin haberse visto vistos por él: sin haberse visto vistos desnudos por alguien que –desde el fondo de una vida llamada animal y no solamente a través de la mirada– les habría obligado a reconocer, en el momento de dirigirse a ellos, que eso les miraba y les concernía”.

Este reconocimiento, como veremos en la siguiente entrega implica no sólo aceptar nuestra coexistencia o minimizar la relación al no-maltrato o al no-consumo animal, sino en reconocer plenamente que para pensar lo animal, es necesario cada vez más, tomar en cuenta lo que otras especies manifiestan. En síntesis necesitamos empezar a hacer las preguntas correctas y escuchar más allá de nuestras propias expectativas. En el silencio de Eo, necesariamente hay un grito de amor por la existencia y tal vez, una manera de amar aún ajena a los humanos. 

 

 

 

 

 

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