CONFESIÓN DE INTIMIDADES

José Iturriaga de la Fuente

Todos tenemos algún secreto vergonzoso, por lo general solo conocido por los familiares más cercanos y algunos amigos. Por supuesto que yo no soy la excepción y nada más porque me enfrento a estos relatos con el corazón en la mano, soy capaz de revelar lo siguiente.

Desde muy pequeño fui un apasionado de las salchichas, y de esa condición a la de consumidor de hot dogs hay solo un trecho minúsculo.

Recuerdo que, cuando yo tenía unos seis años, hicimos un viaje a Ixtapan de la Sal con mis padres y Oma y Jorge Castañeda (el grande, muy amigo de mi papá). Un día, después de desayunar, me comí a escondidas un paquete entero de salchichas crudas y el escarmiento fue no meterme a la alberca, porque me podía dar una congestión (nunca supe si de verdad fue una sana previsión materna o un castigo).

Como a los diez años de edad, un 10 de mayo, siguiendo la más pura tradición machista mexicana que lleva a obsequiar en su día a las abnegadas progenitoras utensilios para la cocina, tuve el descaro de regalar a la mía un sencillo aparato para hacer hot dogs, ¡a ella, que ni le gustaban! El recuerdo de mi presente, durante años provocó risas a mi madre, que además de inteligente era muy simpática.

Ya de unos 35 años, visité a mi hermano Gabriel en Colonia, Alemania, donde hizo un postdoctorado en ingeniería genética. Él y Florence, su esposa, me recibieron en su casa la misma tarde de mi llegada con una fascinante variedad de salchichas (¡estábamos en la mera mata!): no menos de diez diferentes tipos. Eso se llama querer a alguien. Después de cenar un sobrado metro de salchichas (más bien yo), nos fuimos a tomar cerveza a un famoso establecimiento de Köln. Le rogué a Florence –cuyo dominio del alemán ya se dejaba notar-, que me pidiera unos limones y sal para acompañar a mi tarro, pero ella se negó rotundamente, pues por supuesto que allá no se usa semejante barbaridad. Como a veces soy muy insistente, la convencí a regañadientes y finalmente pidió los limones al mesero –quien por cierto era idéntico a Gepetto, con sus grandes patillas blancas-. El doble del papá de Pinocho se empezó a reír a carcajadas, señalando a mi cuñada con un dedo flamígero y gritando divertido: “¡citrón! ¡citrón! ¡ja, ja, ja!”. Todos los parroquianos voltearon a ver a Florence, que estaba coloradísima, mientras Gabriel y yo simulábamos platicar enfrascados, desde luego sin reconocerla en lo más mínimo, lo cual se facilitaba por lo repleto del lugar. Nunca nos lo perdonó. Y yo me tomé mi cerveza al estilo alemán, sin limón.

En otra ocasión, hace unos treinta años, a mi amigo Luis Torregrosa y a mí se nos antojaron unos hot dogs muy buenos que preparaba un joven chamula, cuyo carrito se ubicaba en la estación del Metro Portales. Cruzamos la ciudad solo para visitarlo y estaban tan ricos –como siempre-, que no resistimos la tentación de descorchar una botella de vino tinto muy fino que casualmente traíamos en el coche (para muy diferente destino, como podrá suponerse). Sobra aclarar que la botella había sido un obsequio y bien sabíamos lo que valía. Nos la tomamos felices, con cinco o seis hot dogs por cabeza, allí parados junto al carrito. La confesión completa es que nunca nos arrepentimos.

Otra vez, en Taxco, cruzábamos el zócalo Baltasar Peral y yo, rumbo al “Charlie’s” que estaba en un segundo piso; teníamos allí una cita con varios amigos. Se nos atravesó un carrito de esa vergonzosa fast food y no pudimos evitar comernos cuatro cada quien. Luego cenamos en forma. Por cierto que con Balta conocí en su tierra los famosos hot dogs que venden afuera de la Universidad de Sonora, en Hermosillo; se trata de varios ambulantes y son a cuál más de bien hechos, con una impresionante variedad de salsas y aderezos.

Menos sabrosos son los que hacen en Coney Island, en Nueva York -en un famoso lugar que presume de ser la cuna universal de este invento-. Estaban asombrados los despachadores, pues me comí cinco a la hora del lunch, que para los americanos es momento de un mero refrigerio ligero. Además los alterné con unas almejas en su concha, que sí estaban buenísimas.

(De paso recuerdo que así como en Estados Unidos inventaron el brunch –neologismo que indica un alimento entre el breakfast y el lunch-, acostumbrado sobre todo en los domingos, así yo inventé, cuando viví un mes en Washington, el linner –entre el lunch y el dinner-, pues mi comida fuerte, aquí y allá, es hacia las tres de la tarde.)

No debo omitir mi propia receta de hot dogs, que acostumbro con frecuencia. La salchicha no debe tener sabor a ahumado, sino natural; debe hervirse –nunca freírse-, para que esté suavecita. Las medias noches se calientan al vapor, asimismo para que no se endurezcan. La mostaza (tipo americano), la mayonesa y la catsup se ponen como tiritas, a todo lo largo de la salchicha y el pan, para que cada bocado sea igual. Lo mismo se hace con la cebolla picada finamente y con la salsa: ésta se prepara con una lata de rajas de jalapeños en vinagre; les quito las venas y las semillas y luego las muelo en la licuadora con todo el vinagre y las zanahorias que traen. Otro secreto es rebajar ligeramente la mostaza, para hacerla menos espesa, con un poco de refresco de naranja. Nunca debe servírsele a nadie más que un hot dog al mismo tiempo, pues es básico que estén calientitos. De uno en uno, los que quieran.

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