“HUEVOS DE PERRO”

 

Con este nombre tan poco romántico bauticé hace muchos años a un platillo de mi invención, muy aplaudido por la familia (pues es estrictamente familiar, ya que sacrifica la estética, licencia que no se puede dar la gastronomía en otro ámbito social; ni en ése debería ser, pero en este caso ese sacrificio es la clave del sabor).

Los prolegómenos datan de mi remota infancia. Mi madre nos hacía unos ricos huevos rancheros a un estilo muy propio, a saber: una vez colocados los huevos estrellados sobre las tortillas de maíz fritas, en lugar de salsa, los adornaba con tiritas de jitomate, cebolla y aguacate, por supuesto todo crudo. ¡Me encantaba el sabor de esa combinación! Tanto, que trataba de que en cada bocado no faltara ninguno de los cinco ingredientes, ¡todos son básicos en este guiso!

Hacia mi adolescencia, depuré el platillo materno y desde entonces lo preparo así: primero dispongo un recipiente refractario hondo y con tapadera y lo pongo sobre un bajísimo fuego en la estufa –el mínimo posible-, para que empiece a calentarse. Luego coloco en su interior las tiras de cebolla cortadas muy finitas, las de jitomate no tan finas y las de aguacate todavía un poco menos delgadas. Les pongo sal y las revuelvo ligeramente y con cuidado, para que no se bata el aguacate. Le apago a la lumbre; esta última no tuvo el objeto de cocer nada, sino de quitar lo frío a esos tres ingredientes que suelen guardarse en el refrigerador, pues en este platillo es fundamental la temperatura caliente.

En seguida coloco cada huevo que vaya a usarse en un pequeño plato o en una taza, individualmente, o sea que pongo un solo blanquillo en cada recipiente; aquel huevo cuya yema se rompa, lo desecho para usarlo en otra cosa. En este platillo no puede usarse ningún huevo con la yema reventada, por tanto no se puede correr el riesgo de que eso suceda ya en el sartén (si así fuera, se perdería tiempo en limpiarlo y se enfriaría el conjunto); servidos primero los huevos de uno en uno en sus trastos respectivos, es prácticamente imposible tener ese accidente, pues con una gran facilidad se pasan al sartén con el aceite en su punto de calor.

Entonces empieza la elaboración simultánea de las tortillas fritas y de los huevos estrellados, en dos sartenes. Evidentemente, si esto se hace entre dos personas resulta más eficiente la conservación de la temperatura. Las tortillas se fríen levemente, que casi no se doren ni endurezcan; conforme va saliendo cada una, se corta (con tenedor y cuchillo) en seis u ocho pedazos sobre una tabla de madera y se depositan con los otros ingredientes vegetales, tapando de inmediato el refractario para mantener el calor. Los huevos, también de uno en uno, se fríen (previa sal en el aceite) hasta ese punto perfecto en que toda la clara ya esté cocida, sin las orillas doradas, y que la yema se conserve más bien cruda, líquida, pues tendrá una función como salsa integradora en el guiso; cada huevo se va poniendo con todo lo demás en el recipiente, siempre manteniéndolo tapado.

Cuando ya están los cinco ingredientes juntos y listos, se pasa a la mesa y ante los comensales se destapa el platón y se revuelve con un tenedor y un cuchillo de cocina, cortando en esa maniobra a los huevos estrellados, que hasta ese momento estaban enteros. De inmediato se sirve.

Igual que cuando yo era niño, procuro que en cada bocado haya de todo, lo cual se facilita por estar revuelto; la yema tiene un papel fundamental, con cierta responsabilidad mucilaginosa.

Este platillo es uno de los muchísimos ejemplos que existen para mostrar que la cocina mexicana puede ser deliciosa sin necesidad de usar chile (que por cierto me encanta, cuando viene al caso) -y este invento es tan mexicano como las tortillas que usa, así como los nombres nahuas de dos de sus ingredientes: aguacatl y jitomatl-. Incluso en aquellas recetas que sí llevan picante, éste puede graduarse con delicadeza y ser adecuadas así para cualquier paladar, aunque provenga de otras latitudes.

Como en la casa paterna siempre tuvimos perro (y ahora también), en algún lugar de la cocina hay una olla para irle poniendo las sobras. Cuando va a comer, se le agrega alimento balanceado y todo se revuelve para que se integre. De ese ejemplo canino derivó el nombre familiar de “huevos de perro” para nuestro platillo, pues igualmente se revuelve sin consideraciones a su apariencia.

Hace algunos años aporté esta receta para un libro colectivo que recolectaría creaciones culinarias de los miembros de la Sociedad Mexicana de Gastronomía y Enología (institución que al paso del tiempo llegué a presidir en dos ocasiones). Como hubiera sido inconcebible que un socio respetable pergeñara semejante nombre para una receta (previniendo así la animadversión de los lectores en contra de sus habilidades en la cocina), le cambié el nombre para esa única ocasión y ostentó el de “ensalada de huevos”.

Aquí en Morelos podemos sublimar mi creación utilizando tortillas echadas a mano. Las compró dentro del mercado López Mateos o con varias señoras que se ubican en Ahuatepec, sobre la carretera libre a Tepoztlán.