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Julián Vences

 

—El que tu familia asistiera a tus presentaciones escolares, ¿te provocaba algo?

—Yo nunca pensaba en quién me iba a mirar bailar. Aprendí muy pronto que yo bailaba para mí, no para que me vieran.

—¿Te afectaba que tu familia no te viera bailar?

—Es posible que sí. Pero no lo manifestaba. No me atrevía a cuestionar, a expresar mi molestia. Quizá hubiera sentido satisfacción si hubiesen asistido a mis presentaciones infantiles pero la verdad, no me importaba; repito, tal vez desde ese entonces comprendí que el baile era mío y para mí.

—¿Tu mamá hacía el vestuario de mala gana?

—Si tuviera enfrente a mi madre y le preguntara: “¿Querías que yo bailara, o no?”. De acuerdo a lo que yo veía, ella no quería que bailara, pero lo que ella hacía, me indicaba que sí aprobaba que yo bailara. Siempre decía una cosa y hacía otra. Eso, para mí, representó una situación indescifrable que no supe por qué.

—¿Tu papá aún vivía?

—Vivía, pero has de cuenta que no existía en esos momentos de decisión. Los asuntos de los hijos le correspondían a mi mamá. No sé si ella interpretaba los mensajes que le mandaba mi papá, no sé hasta qué grado era decisión de ella el no querer que yo bailara o hasta qué grado era la influencia de la sociedad, de lo que la gente hablaba. Ciertamente yo fui al que más le llamó la atención esto del baile; mis hermanos Heri y Roberto también tuvieron, un tiempo, gusto por la danza, pero ninguno de ellos hizo nada al respecto; ellos fueron más por lo que se les decía o imponía o fueron más débiles ante comentarios del exterior.

—En la Secundaria ¿qué maestros de danza te siguieron encausando en la ruta del folclor?

—Mi primer maestro formal de danza fue David Millán, cuando cursaba tercer grado. Por primera vez llevé la materia de “Educación Artística” que aparecería en la boleta al finalizar el año. Yo tenía quince años. La plena adolescencia. Mi voz dejaba de ser tipluda para sonar más gruesa. Crecía como si me estiraran. Vivía la etapa de encontrarme, descubría muchas cosas acerca de mi vida. Caí de lleno en la fase de rebeldía, de desobediencia, de no reconocer a la autoridad. Valiéndome sorbete la calificación que pudiera obtener. Para nada me importaba sobresalir por mi buena conducta.

—Supongo que en Educación Artística obtuviste diez.

—Supones mal. ¿No te digo que yo cursaba una etapa de rebeldía y descubrimiento de mi persona? Cuando uno está inconforme, sus actitudes se reflejan negativamente en su conducta. Obviamente no fui el mejor alumno. Creo que mi enfoque principal empezó un año después, ya cumplidos los diez y seis, cuando a gritos y sombrerazos terminé la secundaria y decidí estudiar para maestro de educación primaria.

—¿A qué normal entraste?

—A la dependiente de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM).

—De la Secundaria directo a la Normal, ¿sin pasar por la Preparatoria?

—Sí, así es. En esa época así era.

—¿Ya tenías decidido dedicarte a la danza folclórica?

—No, aún no. Un primo mío y uno de mis hermanos habían estudiado en esa normal. Por ellos sabía que les impartían clases de educación artística: danza, teatro, música, artes plásticas. En el primer año de Normal había que tomar clases de danza y obtener una calificación. En esas clases descubrí que se me hacía fácil bailar; el maestro, a su vez, percibió que yo tenía esa facilidad.

—Volvamos al tercero de Secundaria, ¿recuerdas algún consejo del maestro Millán?

—No, en absoluto. En ese entonces yo no era capaz de interactuar con un adulto. Yo era demasiado retraído. Nunca platiqué con maestros ni con gente mayor sobre lo que me convenía como estudiante.

—En la Normal, ¿cómo te fue?

—Fue totalmente diferente. Por principio de cuentas llevas una materia obligatoria y te aparecerá una calificación en la boleta. Además, yo me sentía un poco más libre, pues ya no vivía en mi pueblo sino en la capital del estado, en Cuernavaca, donde respiraba un poco más de libertad, la gente no me conocía; me sentía como una nueva persona; me alistaba para empezar a tomar decisiones acerca de cómo armar mi vida. Tal vez, en ese tiempo, acepté la danza como algo que me ayudaba a descubrirme y empecé a tomar clases. Al finalizar el primer año, durante el verano, el maestro me invitó a tomar clases los sábados, pues el grupo de danza de la Normal ensayaba para unas presentaciones. Mi papá solo me daba dinero para los pasajes de lunes a viernes; no me atreví a pedirle permiso ni dinero para los sábados, pues no tenía mucho que dijo: “No te daré dinero para que andes brincoteando”. Ese primer verano no asistí. Varios compañeros que sí tomaron las clases, avanzaron mucho, sabían más que yo, a leguas se notaba. Al entrar al segundo grado, por un poquito de envidia, asumí el reto de tomar el curso de verano. Fue cuando me impuse eso de la competencia amigable, como yo le llamo. Prestaba mucha atención a lo que hacían ellos, me ponía a darle y a darle. Al siguiente verano, para poder asistir, forzado, conté mentirillas a mi papá, le inventé que me exigían asistir los sábados. Mis hermanas Heri y Juanita me compraron las botas para zapatear. Se trataba de clases y ensayos largos. Ahí inicié un lazo amistoso con el maestro, por cierto, de Zacatepec, quien había estudiado en la Academia de la Danza perteneciente al Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).

—¿Qué maestro?

—Jesús Parra Duje.

—Cuéntanos cómo se fue dando esa amistad con Jesús Parra.

—Para el curso de verano yo te doy aventón a Cuernavaca —me dijo—. Nomás es cosa de que tengas para el pasaje de ida y vuelta de Jojutla a Zacatepec. Llegas a mi casa, me esperas un rato y asunto arreglado.

Así le hicimos. Al cursar el tercer grado surgió la oportunidad: Cuernavaca, por ser ciudad hermana de Kansas City, iría en intercambio cultural. La Universidad de Morelos enviaría a la estudiantina y al grupo de danza folclórica. El profesor Parra seleccionó ocho parejas para prepararlos y llevarlos. Por mera cosa de mi empeño y trabajo fui el último que alcanzó a pasar, todos los demás eran más experimentados. Fui el de los más chiquillos que logró colarse. Faltaba que don Epigmenio, mi padre, firmara un papel, en el que constaba que autorizaba mi viaje. Contrario a mi temor, firmó gustoso, dijo sentir bonito que yo fuera seleccionado para bailar en el extranjero.

—¿Cuánto tiempo duró esa visita?

—Una semana.

—¿Te significó algo ese intercambio?

—Creo haberlo sentido como mi primer éxito. Mis patitas me llevaron a probar un poquito de las mieles de la danza folclórica.

 

 

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