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La siembra de un árbol representa un gesto arraigado en nuestras vidas desde la niñez, una práctica que simboliza el cuidado por la naturaleza y el medio ambiente. Más allá de ser una acción ciudadana en pro de la ecología, la reforestación ha sido objeto de ambiciosos programas de gobiernos pasados y presentes. Desde los planes históricos de Don Miguel Ángel de Quevedo en el siglo pasado hasta la más reciente iniciativa “Sembrando Vida”, diseñada para involucrar a las comunidades rurales en el cuidado de árboles productivos, las políticas ecológicas se restringen a estos proyectos. En la práctica estos proyectos carecen de integración con los contextos ecológicos regionales y son difíciles de evaluar. No está a la vista si alguno de estos programas haya tenido el éxito esperado.

La siembra de árboles, por su aparente sencillez y la baja inversión necesaria, se ha concebido como una estrategia “triple ganadora”, según lo describe Rose Pritchard de la Universidad de Manchester en su comentario “Política, Poder y Plantación de Árboles” (Nature Sustainability 4, 932 (2021)). Los beneficios de la reforestación han sido reconocidos desde mucho antes de que el cambio climático se convirtiera en una preocupación inmediata. Los bosques y selvas del planeta proveen beneficios ecológicos invaluables en diversos aspectos. A través de la fotosíntesis las plantas absorben el carbono presente en la atmósfera en forma de dióxido de carbono, y lo transforman en energía y compuestos orgánicos que son parte de la estructura anatómica de células y órganos. De esta manera el carbono queda atrapado durante largos períodos en la cadena alimentaria, sustentando una compleja red de especies animales y vegetales en nuestras selvas tropicales cuya base química es el carbono. Estos biomas desempeñan un papel crucial en el equilibrio hídrico y la preservación de la fertilidad del suelo, mientras también representan una importante fuente económica al proveer recursos maderables, alimenticios y turísticos para las comunidades locales.

No obstante, el desarrollo de las naciones ha superado en múltiples ocasiones los límites de conservación de los ecosistemas terrestres y acuáticos. La era del “Antropoceno”, denominada así por Paul Crutzen, Premio Nobel de Química en 1995, señala la rápida expansión de la población humana junto con una explotación sin precedentes de recursos naturales, lo que ya ha desencadenado efectos alarmantes como el cambio climático, la deforestación y la pérdida acelerada de biodiversidad en vastas regiones del planeta.

El acuerdo de París, firmado en 2015, representa uno de los mayores esfuerzos a nivel global para enfrentar el cambio climático, buscando limitar el calentamiento global y adoptar estrategias de mitigación. Diversas organizaciones ciudadanas han señalado la falta de voluntad política de países industrializados como Estados Unidos y China para detener el consumo de combustibles fósiles y promover prácticas más sostenibles a nivel global. Kohei Saito, filósofo japonés, argumenta en “El Capital en la Era del Antropoceno” (2020) que el capitalismo es la raíz del cambio climático, señalando cómo los países desarrollados han priorizado las ganancias económicas por encima de los impactos ecológicos negativos. Pero no solo el denostado capitalismo causa efectos ecológicos indeseables. Políticas poco sensibles a la participación de las comunidades, evaluaciones de impacto ecológico negociadas, y la ausencia de mediciones objetivas de los resultados de los proyectos de los gobiernos, tienen un efecto contrario al postulado. En conjunto, contribuyen al deterioro de la calidad de vida de todos los habitantes de las comunidades.

Quizás más importante que sembrar un árbol, usar un coche eléctrico o llevar nuestra taza para el café a las conferencias sobre cambio climático, sea replantearnos el tipo de desarrollo que buscamos para nuestro estado y país. Demandar un desarrollo armónico con el ambiente más allá de los satisfactores de consumo inmediato y de las ideologías políticas es una tarea de todos.

*vgonzal@live.com