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El terror a la cámara

 

Mi padre toma su cámara de video, elige una calle o un parque y comienza a filmar planos-secuencia sin un guion establecido. Son pequeñas crónicas documentales de la vida diaria en la Ciudad de México y sus alrededores. Después de revisarlos, los bautiza según los elementos que él considera que se repiten más durante la toma larga: presencia de perros, motivos religiosos o prehispánicos, comida, etc. A veces les añade música y los sube al internet a su cuenta de YouTube.

En estos planos-secuencia usualmente mi padre no se detiene demasiado en los individuos, y si lo hace, intenta que ellos no se percaten de la presencia de este ojo mecánico que es la cámara. No intenta incomodar al otro, busca plasmarlo en su cotidianidad y, de cierto modo, esto ocurre cuando existe una abstracción de la mirada ajena. Pero de vez en cuando el ojo humano y el lente coinciden frente a frente. Cuando eso pasa es cuando detecto ese elemento que se repite una y otra vez: el individuo se cubre el rostro o rehúye inmediatamente del dominio del encuadre. ¿Por qué? ¿Qué tiene la cámara que nos aterra tanto?

Walter Benjamin en su texto icónico La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica nos habla sobre el derecho de cada ser humano a ser filmado. El cine, dice Benjamin, se ha vuelto una herramienta revolucionaria que captura a las masas y los procesos sociales. A través de la cámara (la técnica) todos son «dignos» de ser retratados, no representados, sino reproducidos tal y como son. Para Benjamin la cámara documenta la vida y, en ese sentido, debe volverse abierta e incluyente. Pero ¿qué pasa con ese derecho a lo contrario? También todo ser humano tiene el derecho a no ser filmado.

En una época tan paranoica como la nuestra, la cámara desde su lado más voyerista: la videovigilancia, se convierte en un elemento invasivo y peligroso y no en una herramienta de revolución como lo planteaba Benjamin. Una posible causa del miedo que el individuo experimenta cuando ve una cámara filmando en su dirección es quizá la finalidad de la filmación misma. ¿Quién es esa persona que me está filmando y con qué objetivo? ¿Me están vigilando? ¿Usarán mi imagen para fines depravados, criminales o experimentales? La misma cultura audiovisual, a través del cine, nos ha brindado los argumentos para desconfiar. O será el mero hecho de estar bajo una acción que culturalmente no requiere consentimiento, sobre todo si lo planteamos desde un punto de vista artístico, aunque en la práctica muchos crean que ser fotografiado sólo debe ocurrir bajo previo aviso.

Quizá el problema es más profundo y alcanza la frágil concepción de la identidad. Uno no desea ser filmado o capturado por el lente sin su consentimiento o sin previa advertencia porque no desea ver su reflejo separado de sí mismo. La cámara no es un espejo. Es algo más siniestro que nos captura y nos devuelve nuestra propia imagen pero en una manera en la que, a diferencia de lo que ocurre en el espejo, no la podemos controlar porque no es un reflejo simultáneo. No siempre podemos reconocernos en la imagen del video, porque a veces no recordamos haber realizado esos gestos, o porque no queremos coincidir con ese ser idéntico a nuestra imagen que es al mismo tiempo tan diferente y tan autónomo, tan lejano de lo que creemos que somos. Me pregunto si somos a pesar de lo que buscamos representar ante los otros. Creo que al final siempre se escapa el verdadero gesto de lo que somos cuando nos están filmando y eso es aterrador.

Pienso en Camera lucida de Roland Barthes. En uno de los apartados del libro habla sobre la acción de posar para una fotografía, de la mentira o la ficción que representamos cuando sabemos que una cámara nos está enfocando: la máscara enmascarada. El ojo anónimo provoca pánico y desconfianza porque no sabemos qué se revelará de nosotros en la imagen. En la pose y en ese representar a otro que no soy yo mismo sino la imagen que quiero que el otro perciba de mí se encierra un conflicto de identidad mayúsculo. Cuando posamos no se trata del cinema verité que me documenta como soy realmente sino de una imagen construida y controlada por uno mismo. Pero el video extiende la posibilidad de aprehender un gesto fuera de la máscara. Y quizá el miedo se encuentre ahí: en la incapacidad de controlar nuestros gestos y en la posibilidad de que estos queden almacenados eternamente en un soporte independiente a nosotros.

Martin Scorsese, al hablar de películas que nos ayudan a entender lo que significa el trabajo del cineasta, cita dos casos opuestos. Por un lado habla de 8 ½ de Fellini y por otro de Peeping Tom de Michael Powell. La primera, dice, captura todo el ámbito técnico, creativo y glamoroso del séptimo arte, pero la segunda nos revela «la agresión que hay en ello, cómo la cámara infringe una violación». Y el célebre crítico de cine Roger Ebert sobre lo mismo añade: «El cine nos convierte en voyeurs. Nos sentamos en la oscuridad, observando la vida de otros». El voyerismo que es el cine quizá sea otra posible respuesta ante nuestra pregunta, pues en él se observa al otro obsesivamente, casi como si se tratase de una patología. El cine funciona de ese modo: sacia nuestra hambre de ver al otro. Pero cuando la acción se invierte nos sentimos invadidos o trasgredidos. Un ejemplo claro de nuestro deseo mórbido de observar al otro se encuentra también en el boom desmedido de los reality shows en la televisión. Las cámaras están las 24 horas filmando al individuo. Un individuo que paradójicamente desea ser observado. ¿Presenciamos una mentira prolongada o una ficción afectada totalmente por el espectador? Es decir, ¿nosotros fabricamos la imagen de lo que estamos viendo? ¿El verdadero Yo de los participantes de Big Brother emerge tarde o temprano –pese a la pose que buscan instaurar– o la presencia constante de las cámaras termina por destruir la identidad hasta convertirlos en una ficción televisada?

Más allá del mórbido culto que los reality shows construyen en torno a la imagen narcisista, la cámara se instaura como un monstruo mecánico que prolonga acciones como el espionaje, el acoso y la obsesión. Cuando la cámara se aproxima sentimos terror porque hay algo más que un simple ojo mirando: hay una maquinaria capaz de capturar nuestra imagen para la posteridad y nos aterra la certeza de que nuestra imagen estará desprendida de nuestra voluntad en otra parte bajo otros ojos que no son los nuestros. Porque a través del lente podemos mirar, sí, pero también podemos capturar y registrar lo visto y después eso mismo puede ser modificado, editado, rebobinado, manipulado y utilizado para fines ajenos a nuestra voluntad. Nos convertimos en fantasmas de nosotros mismos.

Algo que reafirma este terror y que nos devuelve a la idea de que vivimos en una época paranoica es la proliferación de cámaras ocultas y la consecuente posibilidad de que alguien esté filmando todo el tiempo. Ya no sólo se trata de que haya cámaras en supermercados, tiendas, calles y avenidas, sino de que nuestro espacio íntimo se ha reducido drásticamente, aún más, por ejemplo, con el auge de YouTube. Ya no nos encontramos únicamente ante la posibilidad de que «todos tengan derecho de ser filmados», sino que en realidad «todos pueden filmar». Desde el celular podemos filmar cualquier cosa: a un amigo sufriendo un accidente gracioso o a un ebrio en la calle con dotes de sabio, y luego, como mi padre con sus planos secuencia, subirlo al internet. En pocos días el video se vuelve viral. Ya no se trata sólo de una representación de nosotros mismos que nos desagrada, sino de una que afecta lo que la sociedad percibe de nosotros fuera de contexto. Un video en YouTube literalmente puede convertir a un total desconocido en una celebridad o puede destruir su vida privada al ridiculizarlo hasta el hartazgo.