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Sobrevivir sin Rosca de Reyes

En días como hoy, un 6 de enero, la nostalgia aprieta con más fuerza que nunca. Resido en un pueblito donde la búsqueda de una rosca de Reyes se convierte en una odisea más compleja que las historias de Indiana Jones en busca del arca perdida.

En este rincón de “Gringolandia”, el Costco más cercano no ofrece escenas surrealistas de clientas guerreras y emprendedoras disputándose cajas de roscas para revender. No hay largas filas, ni mentadas de madre, por conseguir una rosca a buen precio, simplemente porque aquí, ni siquiera saben que todas las casas son visitadas por los magos de oriente y eso se celebra con roscón y chocolate caliente.

Hoy, nostálgica, decidí buscar un poco de mexicanidad en un restaurante cercano. El dueño, Carlos, un hombre de unos 60 años originario de Guadalajara, Jalisco, nos recibió con una sonrisa amplia y me saludó como si me conociera de toda la vida. Por un segundo me sentí en México, mientras Los Panchos cantaban: “es la historia de un amor, como no habrá otra igual…”, sentí esa hospitalidad que siento cuando llego a “Señor Taco”, mi restaurante favorito en Jojutla, donde siempre me tratan como reina.

Nos sentamos a la mesa, y Carlos, curioso, me preguntó de dónde soy. Le respondí que, soy de Morelos, mientras mi esposo, a quemarropa, le soltó: “¿Tienes Rosca de Reyes?”. Carlos, más confundido que los hijos de Ricky Martin en el día de las madres, por el dominio del español de mi marido, parpadeó y lo miró. Dudó sobre si el “gringo” (mi esposo), ese hombre blanco, de cabello oscuro, de verdad quería Rosca de Reyes.

“No tenemos”, respondió, intrigado. Mi marido entonces preguntó, “¿y salsa que pica, para hombres machos?”. Carlos se rió y asintió: “Eso sí, tenemos”. Y entonces ordenó que nos trajeran “chips” y la salsa especial.

“Míralo, habla español bien”, me comentó Carlos mientras me miraba a mí, no a él, como si el logro fuera mío, como si yo le hubiera enseñado, como si fuera mi mascota que ha aprendido a obedecer órdenes. “Sí, ya hablaba español cuando lo conocí”, afirmé para rematar.

Carlos se intrigó y preguntó, “¿es gringo?”. Y yo dije, “no, es de Sudáfrica”.

Fue entonces cuando Carlos me compartió brevemente su historia. Me contó que se mudó a California hace treinta y siete años y lleva veintidós viviendo en la costa noreste de Estados Unidos. Había sido dueño de varios restaurantes, y este era su último proyecto. Quería hacer crecer una cadena de restaurantes mexicanos en la zona, para dejarle una buena herencia a sus dos hijos que estaban en la universidad.

En mi mente, pensé “No, Carlos, no”, y me mordí la lengua para no darle un consejo no solicitado: “No dejes herencias, gasta el dinero y ve a viajar por el mundo. Confía en que has sido un buen padre y que has educado a dos hombres capaces de proveer por sí mismos y forjar su propio patrimonio”, pero no dije nada, solo lo escuché atenta.

Un mesero se acercó, trajo chips y la salsa especial, y nos preguntó qué queríamos beber mientras Carlos y yo seguíamos en el chisme. Mi marido respondió en español, y su hija también. Carlos automáticamente me ignoró y se quedó viendo a mi hijastra, esa chiquilla de melena rubia que no se parece ni a mi marido, ni mucho menos a mí, que respondió en español casi perfecto:

“Para mí, agua, por favor”. Carlos me volvió a mirar y preguntó: “Pero ¿ella también habla español? “Un poco”, respondí. Entonces, Carlos se olvidó de lo que estábamos hablando y fue directo a las preguntas: “Pero ¿él es tu marido?”. Y yo dije: “Sí”. Y la niña, ¿es tuya? ¿Es tu hija? “Sí”, respondí. “La adoptamos en Rusia”. Mi hijastra soltó una risa cómplice y asintió seria con cara de Póquer.

Carlos alucinó. Yo supe que quería saber cómo es que estoy casada con un sudafricano que come Rosca de Reyes y salsa macha con tostaditas, y tenemos una hija rusa. Carlos me miró atento, esperando que ahora yo le compartiera mi historia. Yo tomé aire mientras pensaba rápidamente si a Carlos le gustarían las historias graciosas o las tristes.

Mi marido me miró y con los ojos me suplicó, me exigió, que parara, porque sabe que yo podía contarle a Carlos exactamente lo que quería escuchar. Si quería, le podía hacer reír con alguna historia inventada sobre cómo conocí a mi marido en un safari mientras me salvaba de ser secuestrada por una tribu africana que venera a las gordas. O quizás podría hacerle llorar inventándole una historia triste donde la madre biológica de nuestra hija “adoptada” había muerto por una enfermedad rara heredada por el desastre nuclear en Chernóbil.

Eso es lo que hacemos los que contamos historias, mentimos para el deleite de quien nos lee o nos escucha. Pero como teníamos hambre, decidí no mentir y hacer un breve resumen a Carlos de la verdad, quien se fue un poco decepcionado. Porque como buen mexicano, nos encantan las historias de telenovela.

Sin querer, Carlos me hizo el mejor regalo de Reyes. Me hizo recordar que nunca perdemos nuestra mexicanidad, nuestra cercanía, nuestra hospitalidad y sobre todo nuestro amor por el chisme. Hoy recordé que llevamos a México en la sangre, aunque estemos lejos, en cualquier parte del mundo y sin Rosca de Reyes.

Imagen: Cortesía de la autora