loader image

 

EL TRAPICHE DEL ROSARIO

 

El Trapiche del Rosario (cuyo nombre denota que alguna vez fue zona cañera) es un pequeño poblado del municipio de Actopan, cercano a Jalapa, en el estado de Veracruz. Allí vivió un año mi padre cuando era niño, al ser mi abuelo maestro en ese lugar; éste regresó de viejo a morir en ese pueblo y ahí está enterrado.

Mi padre -cuando fue presidente su amigo López Mateos-consiguió para el Trapiche la instalación de la energía eléctrica y la construcción de la escuela y, posteriormente, la pavimentación de la carretera.

Desde niño y jovencito, pasé muchas vacaciones en el Trapiche; me iba en ADO a Jalapa y de allí en un autobús de segunda al “rancho”, como le dicen los lugareños. Se hacían tres horas por brecha, en tanto que hoy se hace menos de una hora; viajaba en la canastilla del techo del camión, parado y agarrado de alguna reata de las que siempre había para amarrar la carga de los pasajeros. Era como ir esquiando, con los bamboleos y oscilaciones del camión por los baches e irregularidades del camino de tierra; la emoción crecía al tener que evitar, agachándome, las ramas de los árboles.

Tía Yaya (Braulia) y tío Ángel fueron coetáneos de mi padre y amigos desde niños; en su casa murió mi abuelo muchas décadas después. (En el “rancho” se les dice “tíos”, de cariño, a las personas mayores, aunque no se tenga parentesco con ellos). Su hijo Teófilo y Cira, su esposa, me recibían a mí de niño, y Rafa y Noe, hijos de ellos, siguen siendo mis amigos.

Cuando vacacionaba en el Trapiche, me despertaba a diario a las cinco de la mañana, pues a esa hora encendían el molino de nixtamal y el motor era todavía un ruidoso diesel. Antes de que amaneciera me iba a la “ordeña”, pues aunque Teófilo no tenía vacas, sobraban vecinos que sí las tenían y me invitaban a esa cotidiana labor. Los muchachos que ordeñaban ya eran jóvenes y aunque yo era todavía un niño, maldosos me convidaban de su ponche: llevaban un vaso grande, de esos floreados de colores, y le ponían unos tres dedos de aguardiente de caña (éste lo llevaban en una botella de refresco tapada con un trozo de olote); le agregaban bastante azúcar y sobre esa base se ordeñaba directamente al vaso. Quienes saben ordeñar –como yo aprendí en ese pueblo-, sacan chisguetes muy fuertes al pezón de la ubre, de manera que se iban revolviendo muy bien aquellos ingredientes conforme se llenaba el vaso, produciendo además mucha espuma. El ponche –caliente de manera natural-, era como una deliciosa leche malteada para adultos. Cuando amanecía ya estábamos en una especie de nirvana. (En un establo acá en Zacatepec he recreado la receta).

Además del negocio del molino, Teófilo era comerciante. Tenía frente a su casa –modesta, como todas las del Trapiche-, otra como bodega y en ella guardaba, entre variadas mercancías, dos o tres ataúdes, para venderlos llegado el momento. Uno de mis juegos era meterme a un féretro y hacerme el muerto. Epigmenio, un vecino, niño de mi edad, era mi mejor amigo allí y le espeluznaba esa travesura mía, que él por ningún motivo hacía. Otro juego (también mío, no suyo) era quitarle el sombrero y escondérselo, con lo cual se sentía desnudo por completo; solo se lo quitaba para dormir.

Otra fúnebre experiencia en el Trapiche fue la muerte de un pequeño. Sus padres, como es la costumbre, convidaron a una fiesta a niños del pueblo, para despedir al muertito y festejar que se iba al cielo; como coincidió con una estancia mía, también fui invitado. La madre, conteniendo su tristeza, nos organizó juegos en su casa (de piso de tierra), frente al cuerpo presente del difunto. Nos dieron dulces y merendamos.

En el Trapiche vi por primera vez la matanza de un toro y asimismo la castración de otros. Allí tuve algunas novias y recuerdo la lozana belleza de muchachas como Mari, la Chacha y Carmela. En época de cosecha, íbamos a la milpa a cortar elotes tiernos y los asábamos en una gran fogata, con todo y las hojas de la mazorca. El suculento resultado son los elotes cocidos en su propio jugo, como empapelados en el totomoxtle. (Los que asan en otros lugares, sin hojas, también son deliciosos, pero muy diferentes, con los granos ligeramente endurecidos y con ese rico sabor a quemado).

En una maravilla natural cercana al Trapiche, conocida como El Descabezadero, nace un caudaloso río subterráneo en la pared de un acantilado, entre frondosa vegetación tropical, y cae formando innumerables cascadas hasta una poza profunda y de agua transparente. A la orilla de esa alberca natural hacíamos fuego para preparar un caldo de bobo y langostinos, pez y crustáceos que abundaban en ese río; previa sazón del recaudo a base de ajo, cebolla y jitomate, le agregábamos hoja santa y chiles.

El más fino mango de manila (con un hueso muy delgado) es el de la variedad “Actopan” y por ello esa región del Trapiche tenía muchas huertas de la selecta fruta. No todas subsisten hoy y la producción se exporta casi en su totalidad a Estados Unidos, por lo que ya no es tan fácil conseguir ese mango, amén de lo corto de su temporada (mayo y junio). Los atrancones de mangos que nos dábamos Meño y yo en aquellas huertas son memorables.

Una artesanía comestible, más o menos reciente en el Trapiche, es la elaboración de jamoncillos de pepita de calabaza, dulces que llevan a vender a Jalapa y a otras ciudades.