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María Helena González

Corre el cuento de que quien se despide pide permiso para marcharse, pero Adalberto decidió irse dignamente, sin la venia de quienes lo amamos. No quiso que el acabamiento lo sojuzgara. Este lunes Vicente y yo hablamos con él por teléfono mientras nos dirigíamos al aeropuerto. Su hijo Ernesto nos había dicho que sus riñones le estaban haciendo pasar una pésima jugada. Pero no lo quise creer. Me subí al avión pensando que iba a tomarse con nosotros muchas coca-colas frías más y los bisquets que tanto le gustaban. Solíamos soñar con un mejor mundo cultural, con una mejor buena voluntad para con el patrimonio, porque vimos que recursos para eso ya no hay. Con horror veíamos que la Ruta de Zapata sirve de slogan político, pero de ahí no pasa.

Mi amigo Adalberto se despidió de varias personas en los últimos días. Bromeó dolorosamente diciendo que esto se había acabado, que era asunto terminal, que se iba a encontrar con seres queridos. Pero lo decía con sentido del humor. Adalberto fue Adalberto Ríos Szalay hasta el último momento. Fiel a sus convicciones no se quejó hasta que tuvo que hacerlo. Por no importunar hacía sus mayores y mejores esfuerzos para moverse por el mundo con su cámara a la que confiaba los colores (era daltónico).

 

Refinado y culto viajó por el mundo buscando que a México se le considerara patrimonio mundial en varios rubros. Nunca olvidaré su discurso en el Panteón de Ocotepec al lado de Jorge Morales Barud, explicándole por qué la festividad del Día de Muertos recibió alta catalogación. Había muy pocas personas, pero lo escuchamos como si se tratara del mismísimo presidente de la ONU, o de la UNESCO, así de digno fue su papel como promotor cultural. No era un conquistador de votos, ni de públicos baratos. Era un formador de ciudadanos morelenses orgullosos de su estado. Sabía que cultivar implica días de viaje, largas jornadas, la prueba de los sabores, la mirada del detalle, la escucha atenta de las lenguas originarias, la confiada apertura de las casas de quienes cuidan la iglesia, el cementerio, la obra de arte.

Le preocupaba su legado. Más de un millón de negativos requiere clasificación y condiciones de conservación. Sus hijos Ernesto y Adalberto, los otros dos Ríos, han hecho un estupendo trabajo de difusión del acervo, pero falta darle un destino que comience a nutrir las publicaciones del nuevo siglo. Llegó el momento de ayudarle a Adalberto a cargar. Y ojo: las fotos de celular no son de la calidad que requiere un buen ojo.

Podría contar muchas anécdotas sobre lo platicado en restaurantes, en mi casa y en los viajes a la Ciudad de México, pero no acabaría. Guardo en la memoria una visita a la Embajada de Hungría en las Lomas, de la que salimos corriendo para llegar a Cuernavaca a una presentación de un libro. Nos perdimos y tuvimos que atravesar la ciudad por el Desierto de los Leones. Rodamos por la carretera preocupados, pero nunca dejamos de reírnos porque manejé saltándome los topes velozmente. Cada vez que se subía al coche bromeaba con aquello, lo veía ahora como un juego mecánico y decía “nunca me había subido a uno de estos”. Esto prueba su capacidad inventiva y sentido del humor que era en el fondo una forma de amor. Querido Adalberto estarás siempre, siempre en mi corazón.

helenanoval@yahoo.com.mx