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NUNCA CONVIENE HACERSE PATO

 

Hacia 1980 viajé a las islas Filipinas para concertar una negociación de gobierno a gobierno. México compró aceite crudo de coco a ese país, que es el principal productor del mundo.

Después de unos tres días en la ciudad de Manila, mis anfitriones filipinos ya tenían sobradas muestras de mis aficiones gastronómicas. Salíamos de comer opíparamente de un típico restorán de comida criolla, cuando en plena banqueta, poco antes de subir a nuestro vehículo, estaba un niño que vendía huevos en una canasta. “Tienes que probar esto”, me dijeron mis amigos y yo me rehusé, pues no solo estaba más que satisfecho, sino que el sencillo alimento no me atraía ni en lo más mínimo. La insistencia fue tal que intuí alguna sorpresa y acepté con curiosidad y sin el menor apetito.

Eran huevos de pato cocidos, así que sobre el techo de un automóvil rompí el cascarón de uno, lo pelé y obtuve la ovalada y blanda pieza. Lo que yo tenía en mis manos era impresionante.

Se trataba de un animal nonato, preparado sin complicaciones: se dejaban los huevos para que la madre los empollara de manera natural, las tres semanas aproximadas que el proceso requiere. Un día antes de que los pequeños patos nacieran, los huevos eran retirados del nido y puestos a cocer en agua hirviendo. Eso era todo.

Dentro de la ovoide figura ya pelada, se distinguía perfectamente el feto y sus extremidades. En ese preciso estado evolutivo, el preámbulo del plumaje era una especie de delicado terciopelo, apenas perceptible.

Aunque a veces la paremiología nos coloca en situaciones paradójicas, puedo decir que hice de tripas corazón y puse manos y boca a la obra: se trataba de una verdadera delicatessen. La carne era suave en extremo, tanto en textura como en sabor y casi no se distinguían los exquisitos cartílagos que apenas eran el pico y los futuros huesos del animalito; de hecho, poco a poco me comí el huevo íntegro y sólo tuve que sacarme de la boca un par de minúsculos filamentos, que eran los fémures del palmípedo. Para condimentar el suculento bocadillo, lo único que tenía el joven vendedor ambulante era un salero, y no hacía falta más.

En el blanquillo (para usar el pudoroso término pueblerino) se confundían –al paladar, no a la vista- la carne del incipiente animal con los líquidos placentarios que, ya cocidos, integraban un conjunto sólido gelatinoso.

Quise repetir la experiencia aquí en México para agasajar a algún grupo de amigos con paladares liberales, pero me faltó la decisión para conseguir unos huevos fértiles y cocerlos antes de que se hicieran pato. Años después tendría la oportunidad muy cercana, mas no la aproveché.

(Dejemos la capital de las Filipinas anotando que no encontré en ningún mercado mangos de Manila; había de otros que no eran de Manila, aunque eran de allí -valga el trabalenguas conceptual-. Me faltó tiempo para ir a una papelería y verificar lo propio con el papel Manila).

Cuando Emiliano tenía unos seis años, le compré en el mercado Sonora, allá por la Merced capitalina, dos patitos de una semana de nacidos, con la suerte de que resultaron ser hembra y macho y meses después ella empezó a poner huevos, pero nunca me atreví –por mi hijo- a prepararlos al estilo filipino. Como los huevos de estos palmípedos son muy espesos, no resultan sabrosos para comerlos directamente, como los de gallina; en la casa dejábamos que se juntaran quince o veinte (la pata puso diario durante dos años) y Emiliano –haciendo honor a su estirpe- hacía unas galletas deliciosas al estilo antiguo: con enorme cantidad de huevos. La pata, llamada Jovita, llegó a engordar tanto, que ya no se podía levantar (de seguro también se descalcificó) y se le tuvo que sacrificar; José Eugenio -quien ya vivía en su propia casa- la preparó a la orange, por supuesto sin que su hermano Emiliano se enterara. Usó una receta que yo le platiqué, pues mi madre la hacía años atrás.

En efecto, en mis mocedades yo fui muy afecto a la cacería menor (siempre me comí lo que cacé, fuera lo que fuera). En la laguna de Tres Palos, allá rumbo al aeropuerto de Acapulco, alquilaban lanchas rápidas para cazar patos, cuando venían a pasar el invierno, provenientes de Estados Unidos y Canadá. En un par de horas caían de 15 a 20 patos, con una escopeta calibre 12 (que me dejaba el hombro morado). Con ellos, organizaba mi madre cenas de lujo, agasajando a amigos de mi padre y de ella con un pato por persona. Los preparaba a la orange usando jugo de naranjas frescas y rallando un poco de la cáscara, todo con algo de azúcar ligeramente quemada y mantequilla.

Yo también tuve un par de patos cuando era niño e incluso se les hizo una pequeña pileta de cemento para que nadaran (los de mi hijo solo tenían una bandeja). El macho llegó a ser tan bravo, que para salir de la casa, cruzando el patio hacia la puerta de la calle, era necesario portar una escoba para mantener a distancia al animal, pues se lanzaba a picotazos. También acabamos comiéndolo, pero en aquella ocasión fue en pipián, aunque no era el día de la Candelaria. Después de un año o más de haber convivido con los patos, el único que no quiso comer el mole verde fue mi hermano Renato.

Acá en Cuernavaca, acabo de comprar dos patos que también hice a la orange, para agasajar a unos amigos. A la receta de mi mamá, le agrego un poco de licor de naranja, otro de mermelada de naranja y unos clavos molidos.