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Baudelaire identificaba de una sola mirada el elemento discordante entre la masa. Si se encontraba con una alegre fiesta callejera, veía primero al sombrío personaje que mascaba su fracaso bajo las luces de París. Tenía predilección por los mendigos, las viudas tristes y los perros apaleados, pero también le gustaban los desfiles militares y los nuevos bulevares. ¿Qué hubiese escrito al reparar en aquella mujer que, a un costado del árbol de navidad instalado recientemente en el Zócalo de Cuernavaca, sangraba profusamente de narices con cara de energúmena?

Le hubiese fascinado, sin duda. Más aún si ninguna de las familias ahí congregadas, víctimas del peligroso spleen morelense, al posar para las selfies bajo los arcos iluminados, o al formar una larga fila con el propósito de patinar sobre esa copia en escala reducida de la pista de hielo del Zócalo capitalino (la copia de la copia de la copia), daba la más mínima señal de enterarse del espectáculo más bien anómalo desplegado ahí mismo.

Se dirá que en nuestras ciudades, incluso en las más provincianas, lo anómalo es regla, pero la sangre en vivo y en directo siempre tiene algo de impresionante, sobre todo cuando, como es el caso, se da de forma tan caudalosa. Una pequeña herida en el pómulo o tan solo la visión de algodones enrojecidos desparramados en la acera, bien pueden ofrecernos de inmediato una imagen gore del paisaje guayabo en época navideña. Un paisaje, por lo demás, donde tiene lugar un extravagante fenómeno climatológico: a 30 grados de calor nos encontramos con monitos de nieve y blancos antejardines que de solo mirarlos nos entumecen el espíritu. ¿Añorar el frío, tener frío, será un signo más de nuestro afán civilizatorio?

Voy a morir de un momento a otro, parecía decir la energúmena. Daba unos intrigantes pasitos pero no se movía de ahí, ajena a cuanto ocurría a su alrededor, mientras los hilillos de sangre recorrían su cuello y desembocaban en una playera blanca, holgada, sobre cuyo fondo se esparcían como la tinta sobre el papel. Niños, niñas corriendo tras globos y fosforescentes pelotas saltarinas, madres y padres con la vista perdida, adúlteros fumando, visitantes de la capital comiendo esquites sorprendidos con la salsa de mango-habanero, ¿realmente no la veían?, ¿tenemos tal nivel de anestesia inyectado en nuestros cuerpos?

No fue sino hasta que la energúmena comenzó a carcajearse cuando al fin repararon en ella. Una niña, perdiendo su globo para siempre, tuvo una sacudida epiléptica de espanto; un niño con la boca abierta dejó de preocuparse por atrapar pelotas infernales y los adúlteros (los únicos, según Neruda, “que se aman con verdadero amor”) aplastaron sus cigarros con el pie, frunciendo el ceño. El mismo árbol de navidad pareció torcerse, pero la conmoción duró apenas unos cuantos segundos; la niña, con las manos vacías, se desgañitó llorando por su globo ausente, el niño recuperó sus aptitudes beisbolísticas y los adúlteros encendieron otro cigarro. En cuanto a los chilangos, nunca dejaron de aferrar sus esquites con una mano al publicar, con la otra, fotos de la energúmena en sus redes sociales.

No hay mayor mérito, tal vez, en captar estas postales bizarras; no se buscan, de pronto saltan así nomás. Baudelaire, en cambio, parecía cargar con microscopio y pinzas para observar e imaginar con detalle cualquier tipo de contraste urbano y extraerlo de ahí para analizarlo con pasión y escepticismo. Pero cierta vez, al realizar dicha operación en la figura de un saltimbanqui avejentado a quien ya nadie hacía el menor caso, pudo ver, con horror, su destino de poeta.

Hermann Nitsch. Accionismo vienés. Arte con sangre

Pintura: Hermann Nitsch