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Davo Valdés de la Campa

“Una imagen dice más que mil palabras”, reza la expresión popular. ¿Pero qué significa decir más que mil palabras? Es verdad que vivimos bajo el dominio de la cultura de la imagen. ¿Pero cuántas de esas imágenes dicen necesariamente algo? Nunca antes tantas imágenes habían convivido juntas, paralelas, encimadas, sobresaturadas, en los mismos espacios. Mientras que un hombre en la Edad Media podía pasar toda su vida sin contemplar ninguna imagen, acaso podían mirar una pintura o representación de un santo en una iglesia en algún momento de su vida, nosotros, en cambio, nos enfrentamos a las imágenes desde nuestros primeros momentos de vida. No siempre las imágenes tienen un valor significativo o un sentido simbólico que las vincule con nuestra propia experiencia del mundo, a veces se nos escapa porque su tiempo de vida es sutil y efímero. En la proliferación de representaciones se ha diluido el valor simbólico de lo representado. Las imágenes han perdido su valor, porque también hemos perdido las palabras, las mil palabras que una imagen supuestamente sustituye, se han borrado. Es decir, para que una imagen diga más de mil palabras es necesario primero contar con un léxico, una experiencia del mundo, vinculada al lenguaje, que sustente esa representación.

La proliferación de imágenes es posible por los avances de la tecnología. La representación de imágenes se ha democratizado, pero con ese proceso hemos descuidado la manera de vincularnos con esas imágenes. Me pregunto, por ejemplo, ¿cuántas de las miles de fotografías en nuestros celulares volvemos a mirar? ¿Cuántas de esas imágenes verdaderamente atesoramos? En su libro El respeto a la mirada atenta el filósofo Josep María Esquirol advierte la tendencia a reducir el mundo y sus representaciones:

El desarrollo de la ciencia y la tecnología nos conduce de cierta forma a una progresiva desaparición de las fuerzas ocultas, de los poderes mágicos y de lo divino (“así como también ha supuesto una disolución de lo simbólico”). El mundo desencantado es un mundo menos enigmático, menos temible, menos misterioso, menos propenso a la imaginación y a las fábulas y más de raciocinio y de exploración científica. Además el conjunto de la realidad se ha unificado, se ha homogeneizado; la realidad es una y la misma, pero con menos misterios”.

Max Weber decía algo muy parecido en su texto El político y el científico: “La intelectualización y racionalización crecientes no significan, pues, un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto: […] todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo”.

Nuestra relación con las imágenes está mediada por el desarrollo inaudito de la tecnociencia por lo tanto parece evidente pensar que nuestra relación con las imágenes funciona bajo una lógica similar. Conocemos las imágenes pero no su narrativa: las conocemos fuera de su contexto, de las repercusiones que esas representaciones contienen. Hemos visto el “Guernica” pero desconocemos el bombardeo que detonó esa pintura. Lo simbólico se borra para mostrar imágenes vacías y superficiales; imágenes que ya no ocultan mil palabras, ni ideas, ni se asumen una pieza fundamental del rompecabezas de nuestra historia. El “Guernica” deja ser ruptura de la técnica y crítica a la violencia, abandona su condición de nombrar un momento y un lugar específicos, para sólo ser una imagen incomprensible: acaso un imán en nuestro refrigerador o un print pegado en la habitación.

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