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Durango de Natalia Todavía

 

La luna inventa un pueblo blanco en las colinas

Marosa di Giorgio

Y por eso todos los retratos iban del jardín al mar, del mar al jardín; pero el jardín estaba siempre más retirado o más cerca, más borroso o más visible…; aparecía junto al mar, junto a la casa, junto a la Niña. El jardín siempre…

Dulce María Loynaz

Las presentaciones de libros son una cosa rara. De un lado de la mesa se habla sobre un libro que los asistentes no han leído. Se trata, supongo, de convencerlos de que lo lean. Pero a veces revelamos demasiado de su contenido o lo que decimos es tal vez muy abstracto. Pienso, por ejemplo, en cuando se cocina algo para compartir. La mejor manera de hacerlo es invitar a una degustación, revelar algunos de los ingredientes que componen el guiso, pero no todos, no demasiado para arruinar la experiencia. Sólo las palabras justas para evocar sabores familiares o para invitar a aventurarse a probar una combinación atípica. Lo mejor que se puede hacer con los libros es leerlos. Pero también quienes presentan tienen la oportunidad de compartir su experiencia y ofrecer una guía o de propiciar el interés de nuevos lectores.

Para quienes no conozcan a Natalia Todavía, es una artista multidisciplinaria: música, compositora, pintora y escritora. El año pasado publicó su libro de cuentos Durango. Y el pasado lunes 12 de febrero lo presentamos en la Cocotte Minute. Este texto es un fragmento de la presentación que hice. Yo conocí a Natalia a través de sus textos, primero en el taller de Citlali Ferrer, luego en el de José Antonio Aspe y después en el nuestro propio, el Grumo de escritores. Desde la primera vez que la leí, pensé que era una especie de acróbata, maga, alquimista del lenguaje. Ahora sé que lo importante en la escritura es el estilo, es decir, la voz propia que uno exhala como escritor que es una mezcla de mirada, música y lenguaje. Natalia ya lo tenía desde que la conocí. Esta forma es ella misma: bella, extraña, única, libre, desconcertante, profundamente colmada de ternura. Este libro es la confirmación de esa visión, de esa manera de doblar el lenguaje, de prolongar la percepción del mundo a través de sus imágenes. Por ejemplo esta imagen: “el musgo parecía albergar ojos. Serían los cacomixtles, escondidos entre el verdor”. Este ejemplo encarna lo que los formalistas rusos llaman ostranénie. Es decir, la técnica de extrañar los objetos, “de hacer difíciles las formas, de incrementar la dificultad y magnitud de la percepción”.

Dicho de otro modo, el arte nos muestra la capacidad de la imaginación frente a la realidad. No como opuestos, sino que la primera se vuelve una extensión de la segunda. El fragmento que cito de Natalia desautomatiza la percepción de los cacomixtles en un jardín al presentarnos una criatura híbrida de musgo y verdor y ojos. Es acaso este el lente con el que quiero mirar la vida. Sí. Natalia Todavía lo ofrenda en sus textos. Cada imagen es una evocación de otra cosa, una manera de mostrarnos al mundo por primera vez. Ya sea que lo convierte en símbolo (o lo hila con otros símbolos de tradiciones míticas, herméticas, mágicas) o ya sea que los objetos cobren vida o que cada momento sea muchos momentos o que una palabra encarne en sí mismo un recuerdo puro y conmovedor, en su forma de escritura Natalia es inusual y poderosa. Su obra es vital, es una manera de mantener vivo todo: abuelas, territorios de la infancia, postres, canciones, instantes que se han ido, pero que permanecen vivos, latiendo como en un espejo de agua, que vibra con un sonido antiguo. Su obra es también un lente que se aferra a la belleza. La belleza como esa unión indisociable de terror, ternura y verdad. Por ejemplo cuando describe la casa en tinieblas: “no es una capa de polvo lo que cubre todo ahí. Es algo aún más fino, como una tela de seda cubriendo todos los muebles; como una tela de araña, empolvada, en una casa en un pueblo a la que no se ha ido ya nunca más”. Sin embargo, ahí está Natalia entrando a tientas a esa casa para evocar su felicidad, pero no desempolvando sus recovecos, sino que, a través de la rememoración, enciende un fuego chiquito de la memoria, que ilumina sus recuerdos. “Se enciende una luz. Luego otra. Otra más titilando entre hierbajos, hojas y tallos. Es constelación de Orión en las penumbras de la higuera; es Casiopea en verano, esparcida entre la salvia y la arvejilla de olor. Son un cúmulo de luciérnagas urdiendo el telar de la noche., alzando el sereno…”

Durango es un libro que habla sobre un lugar. Un espacio que habita ya no en la geografía humana, sino en el tiempo como la música; ya no en la región de las Quebradas o en la proximidad del desierto, sino en la nostalgia de todo lo que la autora carga con ella: familia y plantas con sus nombres y sus aromas, con la fauna nocturna en extinción y los postres que convocaban al linaje materno a apapachar sus corazones. Es un Durango personalísimo que se enciende en cada cuento y nos muestra cómo pueden prolongarse los espacios, como antípodas que surgen nomás sean nombrados, para que cada vez que se abran las páginas de este libro hermoso, ese Durango aparezca (aquí en Cuernavaca o en donde se lea) y Natalia, mi amiga, nuestra amiga, que nos convoca hoy aquí, pueda volver a sentir esa felicidad y nosotros la compartamos también con ella porque también fuimos felices en otro tiempo siempre vivo en nuestro propio Durango.