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Perfect Days

 

En Héroes. Asesinato masivo y suicidio, Franco “Bifo Berardi” cuenta que desde inicios del 2000, en Japón surgió una variante del suicidio —“menos dramática y definitiva”—, un suicidio paulatino cimentado en el aislamiento social. Según cifras publicadas por el mismo gobierno japonés en 2010, 700 mil individuos, entre los treinta años, “han decidido aislarse del mundo y dejar transcurrir sus vidas encerrados en los confines de su propio dormitorio”. Se les llama oficialmente hikikomoris. El hikikomori actualmente es un trastorno caracterizado por un comportamiento que conduce en última instancia a abandonar la vida en sociedad. Estos jóvenes rechazan cualquier tipo de comunicación y su vida gira en torno al uso de internet, compra desmedida de productos en línea, videojuegos y redes sociales.

La erradicación de los vínculos con el exterior, en este caso, no produce ascetas. La vida exterior no es lo único que desaparece, en esta reclusión la vida interior también corre el peligro de desaparecer. En Japón existe medio millón de personas viviendo como ermitaños, a diferencia de estos adolescentes que se sienten frustrados, incompetentes y avergonzados, otros ermitaños cosechan, se ejercitan, meditan, contemplan y extienden su existencia hacia el interior.

Precisamente eso es lo que hace Hirayama, el personaje principal de Perfect Days del director alemán Win Wenders. Hirayama, interpretado por Kōji Yakusho, quien se erigió en la edición más reciente de Cannes con el premio al Mejor Actor. De día, limpia sanitarios en distintas partes de Tokio, y el resto del tiempo lo ocupa en observar el mundo natural que lo rodea y que resiste a la urbe y que se manifiesta lo mismo en movimientos sutiles de hojas o en sombras y reflejos. Hirayama también escucha música (tiene una predilección por el rock Occidental), lee, toma fotografías, pasea en bicicleta, cultiva retoños del mismo árbol, del cual reconoce, más tarde, es su amigo, sonríe en un silencio reconfortante y sueña.

Esa es su vida.

La película en apariencia es la repetición de esos mismos gestos, pero si uno observa con atención, las sutilezas se manifiestan.

Hirayama es un personaje silencioso, podría decirse que es un poco ermitaño, pero la realidad es que vive en una de las ciudades más pobladas del mundo y la atraviesa para realizar su trabajo, un servicio que ejecuta sin un ápice de pesadumbre. Su abstracción se limita a expresar lo necesario, en sus gestos hay una economía del lenguaje pero una comunicación profunda y significativa. Sus sonrisas, por ejemplo, cuando mira el movimiento del dosel de los árboles, se ciñe a la máxima de que menos es más. No se trata de una simple sonrisa de alegría, es mucho más que eso. Hay un verdadero cúmulo de emociones que atraviesa su rostro en la simpleza de su mirada cuando contempla. Hay gozo, pero también hay tristeza intrínseca. Esto cobra más sentido, incluso, en la escena final. Su forma de mirar a la naturaleza me recuerda a un haibun de Basho: “La imagen de los ramos de los cerezos en flor de Uenoy Yanaka me entristeció y me pregunté si alguna vez volvería a verlos”. Hirayama es un personaje que habita un desgarramiento. Vive conmovido por aquello que lo rodea y se aferra a cosas que cada vez parecen más inservibles en la lógica del mundo actual.

A diferencia de los hikikomori el protagonista de Perfect Days cultiva una vida interior. Su mundo es más grande que la metrópoli, su trabajo, que podría considerarse indigno, sucio e intrascendente, lo confronta con dignidad y respeto, es de hecho, una de esas labores casi imperceptibles que mantienen a las ciudades funcionando. No espera nada a cambio y lo realiza con sumo respeto y dedicación. Pero no cae en la trampa -en la que muchos de nosotros sí- de que su trabajo se convierta en el principio de su gozo. Su gozo inicia después, cuando se sumerge en la experiencia de la contemplación, de la lectura, de la escucha atenta. De esa práctica surge su manera tan particular (y verdadera) de ver el mundo. En esa lógica cada día es perfecto, porque cada día está compuesto de distintas emociones, cada una digna de experimentarse en su totalidad, lejos de la triste homologación del mundo. Me parece sintomático que al menos en la sala en la que yo estuve, la gente se saliera reclamando una pérdida de tiempo al ver la película. Nuestra forma de mirar ahora está limitada al vértigo del cine comercial. Nuestra mirada se ha agotado a un ritmo acelerado. No es que nos aburra una película, es que nos hemos vuelto incapaces de sentarnos a escuchar los diferentes matices del paso del tiempo. La película de Win Wenders es un lamento feliz a esta especie en peligro de extinción, humanos que viven su vida interior como una extensión de la vida física que nos limita, humanos que todavía sueñan.