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CRUCEROS DE VIEJITOS

 

Siempre opiné que los viajes en crucero eran para viejitos. Como a los 50 años, para no dejar, nos animamos a tomar uno que zarpó de Vancouver y durante varios días visitamos puertos y fiordos de Alaska. Geniales los lugares; de día los conocíamos y de noche navegábamos. Pocos años después tomamos otro crucero en San Juan de Puerto Rico y después de conocer siete u ocho puertos de las Antillas menores y mayores, cruzamos el Canal de Panamá -impresionante- y desembarcamos en Acapulco. Los volvería a hacer ambos, fueron extraordinarios.

Para los tragones como yo, los bufetes de los cruceros son idóneos; hay prácticamente de todo: ensaladas, pescados y mariscos fríos y calientes, verduras, carnes, aves, guisos, opciones orientales, frutas, postres, pastelería y más; no exagero si estimo unos sesenta diferentes alimentos en cada comida. Además, siempre hay varios restoranes de especialidades en cada barco.

Un día le platicaba a mi hermano Renato sobre mi nueva afición por los cruceros y le reiteraba mi antigua reflexión:

-Siempre opiné que los viajes en crucero eran para viejitos, y mira ahora…

-Pues es que ya eres viejito-, me decía (y él era mayor…).

Debe ser eso. Es una delicia que el día que te embarcas te instalas en tu camarote, guardas tu ropa, pones tus libros en el buró, tu cepillo de dientes y rastrillo en el baño, y no vuelves a empacar sino una semana o dos después. Cada mañana amaneces en una ciudad nueva, durante todo el día la visitas, y a sus alrededores; disfrutas la cocina local y en la tarde noche regresas a tu habitación flotante a bañarte y a cenar viendo alejarse las luces del puerto. Por supuesto que no es lo mismo que si permaneces varios días o más en cada localidad, pero ante la imposibilidad de hacerlo, a veces, la opción de los cruceros es muy confortable. Aunque sea a vuelo de pájaro, se conocen muchos lugares. No comparemos ambos tipos de viaje; son completamente diferentes, cada uno con sus ventajas y encantos. Parecido es comer un solo buen platillo, muy bien servido, o comer un menú de degustación de diez tiempos.

Otra ocasión nos embarcamos en Nápoles y una noche disfrutamos una erupción del volcán Estrómboli -como enormes fuegos artificiales- al pasar junto a la isla del mismo nombre, cenando en una terraza al aire libre del barco; circunvalamos Sicilia y en Agrigento compré una bolsa de alcaparras gigantes conservadas en sal; en otra isla, Malta (que ya es país independiente), tomamos leches malteadas y no contrajimos esa fiebre… Fuimos de Atenas a Miramar -donde está el castillo de Maximiliano y Carlota-, visitando la isla de Corfú, refugio de Sissi para alejarse de su marido el emperador Francisco José, hermano del iluso Max.

Solo dos cruceros me dejaron insatisfecho. Tenía yo una gran ilusión de recorrer el río chino de Yangtsé, navegando entre pequeños y antiguos pueblos, viendo de cerca las moradas y casi metiéndonos en ellas con sus pobladores. Pero resulta que ya construyeron una presa gigantesca, así que la mayor parte de los días del recorrido fueron en un enorme lago artificial con modernos condominios a las orillas, donde reacomodaron a los habitantes de los pueblos inundados… Eso sí, desayunamos, comimos y cenamos cocina china riquísima.

Otro crucero también me entusiasmaba: el que rodea las dos islas principales de Japón, haciendo escala en una decena de puertos. Yo pensaba en vetustos poblados (equivalentes a Dubrovnik, Siracusa y otras escalas de cruceros europeos), pero todas fueron modernas ciudades, algunas con templos muy interesantes perdidos entre los edificios contemporáneos.

Lo que valió muchísimo fue todo lo que comimos. En los mercados japoneses hay pescaderías impecables donde venden sushi, sashimi y otras delicias para comerlas allí mismo, parados. Me di vuelo con la hueva de erizo, que en México vale un ojo de la cara y allá es muy accesible, y fresquecita… Comimos unas grandes almejas asadas en su concha, calamar cocido relleno de arroz con salsa dulce, croquetas de cangrejo, sushis de hueva de erizo y de hueva de salmón ¡capeados!, brochetas de carne de res con hueva de erizo encima, unos calamares asados con cierta salsa que se comían con pinzas y tijeras. Todo esto de pie, en los mercados. En uno vimos una veintena de diferentes moluscos vivos, en palanganas con agua, y ciertos bivalvos lanzaban pequeños chisguetes cuando los tocabas.

En Tokio descubrimos unas máquinas expendedoras de ramen: le aprietas una serie de botones para escoger numerosos ingredientes y aderezos, le echas unas monedas y sale tu platillo caliente y listo para comerlo. En el mercado Tsukiji, todo de comida, puede uno ir días y días y nunca repetir el mismo menú. Fuimos a las faldas del volcán Fuji en plena floración de los cerezos – ¡una maravilla! – y probamos las fresas blancas; sí, muy dulces, completamente blancas por fuera y ligeramente rosadas por dentro. Para variarle, una vez entramos a un restorán chino y comimos una sopa de aleta de tiburón, pero no deshebrada, sino con trozos en el caldo.

Por lo general, en los viajes mi único shopping es de comida y en ése fui comprando cerca de treinta bolsitas de botanas al vacío, la mayoría de pescados o mariscos, que hemos venido disfrutando acá en Cuernavaca cuando vienen de visita los hijos o el nieto.