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¡QUE QUIEBREN LAS BANQUETERAS!

 

Jamás vi de niño en mi casa un banquete contratado con alguna empresa especializada, por ningún motivo, ni siquiera en las bodas de ninguno de nosotros los cuatro hermanos (que entre todos alcanzamos diez matrimonios), pues se celebraban en la propia casa. Siempre fue mi madre quien preparaba todos los platillos para cualquier evento, entusiasta, trabajadora y muy organizada, no importaba el número de invitados o su jerarquía.

Cierta ocasión, fue invitado el presidente López Mateos a desayunar a la casa, con un pequeño grupo de amigos jóvenes de mi padre (entre los que estaban Porfirio Muñoz Ledo, Fernando Solana, Miguel González Avelar y Jorge de la Vega Domínguez) y por supuesto que mi madre fue quien cocinó. Yo tendría unos 18 años. Hasta la fecha, no dejo de lamentar mi torpeza de aquel día: fui enviado a la casa del presidente (en avenida San Jerónimo), para indicarle el camino a su chofer. Estacioné mi auto en la calle y me hicieron pasar a la sala. A los pocos minutos bajó don Adolfo y después de saludarme, salimos al jardín donde estaba su coche. Cuando me invitó a subirme con él, me turbé y le dije que muchas gracias, pero que yo tenía mi automóvil afuera. Y me fui solo, siguiéndome el vehículo presidencial.

Uno de los menús más usuales de mi madre consistía en un buffet con tres guisos: carne de puerco en salsa de jitomate con rajas de chile poblano, pechugas de pollo en salsa de pasilla y chicharrón en salsa verde; los tres guisados, muy delicados y sin excesos picantes que agredieran al comensal, eran acompañados de arroz a la mexicana y frijoles refritos. Cuando festejamos Silvia y yo en nuestra casa los 80 años de mi padre con otros tantos invitados, fue mi madre quien preparó esos platillos emblemáticos (para la familia), mostrando su grandeza espiritual, pues ya hacía más de una década que se habían separado.

Emulando las dotes gastronómicas de mi progenitora, cuando inauguramos nuestra casa en Cuernavaca, preparé esos mismos platillos.

Los desayunos clásicos de mi casa paterna eran unas enchiladas verdes con huevos revueltos hechos en aceite de oliva y frijoles refritos en ese mismo tipo de aceite, con mucha cebolla picada, bien chinitos. Hemos seguido la tradición familiar y ahora mis hijos me piden, sobre todo los domingos, que les haga esas enchiladas. A lo largo de los años, los paladares van modificándose y hoy las que más me gustan son las de jitomate con chile de árbol seco (cuya técnica culinaria es de las más complejas del mundo: primero se asan los jitomates para después pelarlos y por separado se hierven los chiles con ajo, cebolla y muy poca agua; después se muele todo junto y se hierve bien, para finalmente freír cebolla picada y agregarle la salsa, de manera que allí acabe de cocinarse).

Cuando mi padre vivía en Coatepec, muy cerca de Jalapa, visitarlo era toda una experiencia al compartir sus desayunos. Empezaba –a sus noventa y tantos años- con un jugo de zanahoria y otro de jitomate fresco, además de un plato con papaya roja y unos gajos pelados de toronja. Seguía algún tipo de antojitos, como picadas verdes y rojas, acompañadas de huevos revueltos con jamón y frijolitos refritos. Cuando uno creía que el final ya se acercaba, llegaba para completar un platón con pequeños medallones de caña de filete de res, cocinados ligeramente en aceite de oliva. Terminado todo aquello, se iniciaba un rito felizmente impuesto por mi padre: le traían a la mesa la olla con la leche hervida (a diario recibía en su casa cuatro litros de leche bronca) y la sostenían a su lado, levemente inclinada, para que él mismo arrastrase hacia un plato hondo las gruesas natas, con una cuchara de madera. Entonces se depositaba sobre la mesa una charola con el famoso pan dulce de Xico (pueblo vecino a Coatepec, también conocido por su mole) y empezaba la gula –lindante con la lujuria- de comer bizcochos con natas. Yo intercalaba dos o tres tacos de natas con sal, antes de comérmelas con cemitas de anís y hojaldras. Para ese momento culminante, ya se estaba sirviendo un fino café, obviamente de Coatepec (que es una de las variedades más reconocidas a nivel mundial).

Acá en Cuernavaca, en Ahuatepec, con frecuencia compraba leche bronca en un establo por la calle de Alarcón y emulábamos los banquetes coatepecanos. También hacía unos tacos de nata horneados, con receta de mi mamá. Se revuelven las natas con un poco de cebolla cruda finamente picada y sal, y se rellenan tortillas como flautas, acomodándolas en un molde refractario. Encima se les vacía un guisado de rajas de chile jalapeño (o cuaresmeño, que es lo mismo), preparadas con salsa de jitomate y tiras de cebolla, a fin de cubrir los tacos. Y todo se hornea. Son deliciosas. En realidad es una receta que venía de mi abuela materna, quien era de Celaya. Suspendimos la entrega de natas cuando la ropa comenzó a encogerse y resultó muy apretada.

Otro hábito gastronómico que he adoptado es comprar chales en el mercado de Cuernavaca y hacer en casa las gorditas, con la ventaja de que las rellenamos muy bien servidas. A esos sedimentos que resultan de freír las carnitas de puerco, esos trocitos de carne con grasa que quedan en el fondo del perol, yo los conocía simplemente como asientos, porque se sientan sobre el piso del caldero. En Chiapas les dicen zurrapa, que en castellano antiguo quiere decir sedimento. En otras partes les denominan moruna o morona, posiblemente porque debido al prolongado cocimiento toman un color oscuro, como los moros. En Querétaro los nombran migajas. En algunos restoranes de carnitas les dicen chiquitas. Hacia el valle del Mezquital los conocen como tierritas y en otras partes como tlales. La Real Academia Española también les llama posos, pues se posan al fondo.