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Cómplice (Segunda Parte)

“Pero ¿qué pasó después?” “No nos puedes dejar así.” “Queremos la parte dos.” Esos fueron los mensajes que más se repitieron en mi bandeja de entrada después de que se publicara mi columna la semana pasada, donde confesaba que había sido cómplice para deshacernos de un cadáver.

Así que, después de lanzar el cadáver del perro al contenedor de basura, corrí lo más rápido que pude a mi coche. Mientras conducía a casa, mi mente empezó a divagar y de repente recordé que, según la cultura prehispánica, el lugar donde tu alma va a descansar cuando mueres, se llama Mictlán, y es algo así como el reino de los cielos para los cristianos. Pero para llegar a ese sitio de descanso eterno, necesitas recorrer un largo camino que comienza en un lugar donde habitan los perros que ya fallecieron. La leyenda cuenta que, para llegar a Mictlán, hay un río de aguas muy caudalosas, el cual solo puedes atravesar con ayuda de un perro. En ese momento, pedí a Dios que el perro que me va a ayudar a cruzar el río que me llevara al cielo no fuera el maltés, porque seguramente cobraría venganza.

Cuando llegué a casa, mi tía Mili lloraba frente a la computadora, revisando los videos de las cámaras de seguridad. En ellos, la verdad quedaba al descubierto: el más pequeño de los perros, el caniche francés, había mordisqueado la malla de la puerta de la terraza, pero había sido el chihuahua obeso quien, con su curvilíneo cuerpo, logró empujar hasta romper completamente la malla de la puerta y atravesarla, dejándoles libre paso hacia el jardín.

Ambos perros, el chihuahua y el caniche, salieron y juguetearon en el jardín como si no hubiera un mañana. Después de varios minutos, y tremendamente acalorados por el calor infernal del verano, se dirigieron hacia la piscina para refrescarse mientras jugaban en los escalones de la parte menos profunda. El maltés, siguiendo el sonido del “desmadrito”, no quiso quedarse atrás, era ciego, pero aparentemente le gustaba el cotorreo ilimitado, porque mientras salía de la terraza movía la cola con singular alegría. Sin embargo, no se aproximó a la piscina por la parte de los escalones, sino que cayó de golpe en la parte más profunda. Pasados varios minutos, los otros dos perros salieron de la piscina, para seguir correteando por el jardín, sin ni siquiera hacer contacto visual con el pobre maltés, quien nadaba en círculos y quien nunca encontró los escalones para poder salir de la piscina.

Una vez resuelto el misterio, ahora el dilema de cómo contarle la situación a la dueña de los perros, Claudia, nos mantenía en vilo. Cuando finalmente Mili se atrevió a llamarle para contarle la terrible noticia, la versión oficial de la muerte del maltés fue una mentira piadosa: murió de tristeza. Mili le dijo que desde que el miércoles que les había dejado en casa, el perrito había estado gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, que no jugaba, y no había querido comer, a pesar de que se le dio su terapia de caricias diarias de 30 minutos, pero que nada había funcionado. Y que tristemente, Dios nuestro señor, lo había llamado al reino de los perros.

Claudia empezó a llorar desconsolada, culpándose por haberse ido de viaje, por no haberlo llevado con ella, cuando sabía que se ponía triste con facilidad cuando ella no estaba. Mili, intentando consolar a su amiga, y como un acto compasivo, agregó: “Pero no te preocupes, le hemos dado santa sepultura en el jardín.” Claudia entonces empezó a tranquilizarse y le dijo: “Gracias Mili por haberlo enterrado y no haberlo tirado a la basura.”

Al día siguiente, minutos antes de que Claudia llegara a recoger a sus perros, nos pusimos en marcha para reinstalar al chihuahua y al caniche francés en la sala de casa. En cuanto Claudia llegó, abrazó al caniche francés, que fue el único que corrió a recibirla y saltaba como loco. Sin embargo, el chihuahua estaba tirado en el suelo con las patas hacia arriba justo debajo de la ventila del aire acondicionado.

“Ven aquí”, le llamaba Claudia, pero el perro solo giraba la cabeza para verla y movía la cola, pero no iba a su encuentro. Claudia lo levantó y entonces el perro se puso feliz, le dio varios lametones en la cara, pero se revolvió bruscamente en sus brazos para que lo bajara lo antes posible. Una vez en el suelo, el perro volvió a tirarse exactamente en el mismo lugar con las patas hacia arriba.

“Qué raro que haga eso, nunca lo había visto tirarse así panza arriba”, dijo Claudia. “Lleva haciendo eso desde que el maltés se murió, quizá sea estrés”, dije yo nerviosa, mientras me mordía la lengua para no decirle que seguramente el pobre tenía calor acumulado por estar 4 días viviendo en la terraza.
Cuando creíamos que Claudia estaba a punto de marcharse, sorprendentemente dijo:

“Ah, tengo unas flores en el coche. ¿Te importaría si las dejo en la tumba de mi perrito?” “Por supuesto que no, amiga, está allí”, respondió Mili con tono nervioso, señalando la tierra revuelta del intento de fosa que yo había hecho.

Desde ese día, cada año en esa misma fecha, el timbre en la casa de Mili suena, y es Claudia quien lleva flores al único ser que la ha amado tanto, y que de tanto extrañarla, murió de tristeza.Principio del formulario