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Ayúdame a encontrar Annie

 

A veces parece que la vida te somete a pruebas cuando menos lo esperas, casi como si quisiera ver hasta dónde llega tu paciencia antes de que pierdas completamente los papeles. Para mí, esta semana fue un ejemplo perfecto de esas pruebas de la vida. Mis alergias primaverales se descontrolaron; mis ojos ardían como si estuvieran en llamas y tenía tanto escozor que no paraba de frotarlos con los dedos, hasta el punto de que mis párpados parecían estar en carne viva.

Y por si esto fuera poco, el personal de la consulta de mi médico me hacía sentir como si fuera una adicta tratando de obtener ilegalmente una receta de opioides para revenderlos en el mercado negro. Llamé al menos quince veces a la oficina del doctor, rogando por la receta para mis alergias, pero nada. Siempre había alguna excusa para la demora, y cada persona que me atendía parecía más incompetente que la anterior. Cuarenta y ocho horas después, mientras mi piel se ponía más roja y mis ojos más hinchados, y yo seguía sin receta ni medicinas, empecé a sentir la imperiosa necesidad de subirme al coche, presentarme en la oficina del médico y recordarle el juramento hipocrático, mientras lo agarraba por el cuello y le reventaba las pelotas.

En medio de esta frustración, justo cuando sentía que iba a empezar a echar espuma por la boca de la rabia que tenía, recibí un mensaje de texto que me desconcertó por completo. Al principio pensé que sería un aviso automático de la farmacia, confirmándome que ya tenía autorizada la receta por parte del médico. Pero no, para mi sorpresa, el texto era algo completamente diferente e inesperado. El mensaje decía: “Hola, soy Annie. ¿Te estás viendo con mi esposo?”.

—¿Quién carajos es Annie?”, mascullé. Sin duda, la vida es extraña. Justo cuando piensas que una situación no puede ser peor, siempre surge algo que llega a complicar aún más las cosas. En mi mente, un pequeño diablillo apareció en mi hombro izquierdo y dijo en tono burlón:

—¡Ay cosita, no sabe que la perra es brava y le está pateando la puerta! Manda a volar a la tal Annie, que no te incordie con sus celos estúpidos.

Y yo, con la rabia acumulada, agarré el teléfono y respondí sin pensar: “Es muy posible que esté saliendo con tu marido”.

En el momento en que envié el mensaje, sentí un ligero alivio, como si al hacer que otra persona se sintiera miserable, mi propia miseria y frustración disminuyeran. Fue un placer efímero, un alivio tan fugaz que apenas duró un suspiro, suficiente para oxigenar la parte más primitiva de mi cerebro. Pero en cuanto el mensaje se marcó como “enviado”, el diablillo desapareció, y entonces sentí que un pequeño ángel se posaba en mi hombro derecho y me dijera:

—Pero vamos a ver, alma de cántaro, ¿estás trastornada? ¿Por qué hiciste eso? No tienes ni idea de lo que esa mujer está pasando con su marido en estos momentos.

La culpa me golpeó inmediatamente, como si Mike Tyson me hubiera dado un puñetazo en la boca del estómago. ¿Qué derecho tenía yo a herir a alguien que claramente estaba sufriendo? Annie buscaba respuestas, y yo le había dado una bofetada despiadada de ironía y sarcasmo. No estaba enfadada con ella, estaba enfadada con mi médico.

Tomé el teléfono y escribí un nuevo mensaje, intentando arreglar el daño, que decía: “Lo siento, ¿a quién estás buscando exactamente?”

No obtuve respuesta. Tal vez Annie pensó que no valía la pena seguir hablando conmigo, quizá se fue a hacer las maletas y llamar a su abogado o quizá decidió ir directamente a hacerle un “Lorena Bobbitt” a su marido. Me quedé con una sensación de culpa que no me abandonó por días. Pensé en todas las veces que he reaccionado sin pensar, dejando que mi ira y frustración guiara mis acciones. Admito que no me gustó lo que vi en las profundidades de mi memoria, porque me di cuenta de que tengo una larga colección de “Annies” en mi vida.

No sé qué pasó con la última incorporación a mi lista, la “Annie celosa”. No volvió a responder a mis mensajes y tal vez nunca sabré si encontró las respuestas que buscaba. Sin duda, la verdadera grandeza y fortaleza no se trata de ser duro o vengativo, sino de ser capaz de tratar a los demás con amabilidad y empatía, incluso cuando estamos atravesando un momento difícil. Cuando la ira se disipa, lo que queda es el remordimiento, ese sentimiento que nos recuerda que podríamos haber actuado de otra manera. Ese es el verdadero karma, esa voz interior que nos señala cuando hemos hecho algo mal, esa voz que no se calla, que no nos deja dormir y que nos susurra en la oscuridad de la noche que podríamos haberlo hecho mejor.

La amabilidad es el único lenguaje universal que todos podemos entender. Si todos hiciéramos un esfuerzo por practicarla un poco más, el mundo sería un lugar mejor. Tal vez no pueda cambiar lo que hice o cómo reaccioné, pero me he hecho la promesa personal de hacerlo mejor la próxima vez. Al final del día, eso es lo que realmente importa: que nunca dejemos de intentar ser mejores.

PD. Si conoces a Annie, dile que no conozco a su marido, y que perdone mi locura transitoria.

Imagen cortesía de la autora