En casi todos los países del mundo los estudiantes universitarios son respetados e intocables porque representan el futuro de la nación. Ellos serán los nuevos ingenieros o arquitectos que construyan casas, puentes y edificios, o médicos que salven vidas, científicos que descubran nuevas tecnologías que contribuyan al bienestar social, economistas que coadyuven a disminuir la pobreza colectiva, o ecologistas que nos muestren cómo disminuir el impacto ambiental de nuestra irracional urbanización. Los estudiantes son la esperanza para construir una vida mejor para todos y representan la más grande promesa que una sociedad puede ofrecer a sí misma. Por eso no se agreden sus libertades ni sus derechos. La masacre del 68 sigue siendo una herida en nuestra sociedad que no ha podido curarse después de más de 55 años porque lo que hicieron Díaz Ordaz y Echeverría en 1968 fue matar parte del futuro de nuestra nación. ¿Cuántos posibles futuros de nuestro país fueron interrumpidos o cambiados drásticamente esa tarde el 22 de octubre de 1968? Lo pienso como una película de ciencia ficción con universos paralelos en la que alguno de esos estudiantes abatidos pudo haber cambiado el futuro de México o del mundo, pero no lo hizo precisamente porque fue asesinado. Tal vez, en uno de esos universos paralelos tendríamos la cura contra el cáncer y un México sin violencia. Nunca lo sabremos porque los mataron, destruyendo sus vidas y con ellas, los posibles universos que podrían haber construido.
Lo que sí sabemos, es que los criminales se han dado cuenta del estatus privilegiado que las sociedades del mundo han otorgado a sus estudiantes, particularmente en México después de la herida del 68 que aún sigue abierta. ¿Acaso ustedes creían que los criminales, gente sin escrúpulos, no se darían cuenta y no iban a explotar al máximo esta herida social? ¡Claro que se dieron cuenta y claro que han hundido el dedo en la llaga hasta lo más profundo! Los hemos visto por todos lados: encapuchados, robando y lanzando petardos a ciudadanos, secuestrando camiones, arrojando gasolina y prendiendo fuego a policías, apoderándose por años de instalaciones universitarias, aventando bombas molotov a diestra y siniestra, vandalizando calles y edificios públicos, agrediendo a los miembros de las fuerzas del orden con martillos y piedras. Y todo con absoluta impunidad porque se autoproclaman “estudiantes”. Así, encapuchados, han obtenido ventaja del respeto y consideraciones que la sociedad brinda a los jóvenes que verdaderamente estudian.
Todos los lectores de este diario hemos sido estudiantes en alguna etapa de nuestras vidas. ¿Quiénes de nosotros sabíamos hacer petardos? ¿Cuántos secuestrábamos camiones o golpeamos con un martillo a una mujer policía que simplemente estaba parada en la valla de un desfile? Los estudiantes con los que yo conviví y de los que aprendí resolvían problemas dialogando, discutiendo y argumentando de la mejor manera posible. Nadie de mis conocidos sabía hacer un petardo. Ninguno de mis compañeros siquiera sugirió algún tipo de agresión en contra de nadie. En la UNAM, la universidad en la que me formé, hay estudiantes de todos los colores y sabores: ricos, pobres, clase media, de izquierda, de derecha, marxistas-leninistas, freudianos, nietzschenianos, einstenianos, neoliberales, de color azul o de color morado, etc. Ninguno, nunca, andaba cargando martillos o propuso agredir a nadie con petardos, bombas molotov o secuestrar camiones. No obstante, los estudiantes no nos quedábamos callados, teníamos una voz muy fuerte que hacíamos valer en foros de discusión ante las autoridades universitarias, gubernamentales o ante quien fuera. Pero nunca encapuchados.
El Estado Mexicano tiene la obligación constitucional de proteger a los ciudadanos de bien, incluyendo a sus estudiantes ya que son el futuro de la nación. Ayotzinapa o la toma del auditorio “Che” Guevara no debieron ocurrir porque, para empezar, el Estado no debió permitir que ningún ciudadano secuestre camiones o auditorios. Peor aún, el que alguien se muestre encapuchado autoproclamándose estudiante no debe ser suficiente para cometer todo tipo de delitos y salir impune. Encapuchados o no, estudiantes o no, a los delincuentes se les debe aplicar la ley.
Es inconcebible que el Estado permita que delincuentes, abanderándose con los movimientos estudiantiles, cometan delitos impunemente sólo porque dicen ser “estudiantes”, haciéndose los mártires cuando se les pretende capturar. Los estudiantes que he conocido (a lo largo de toda mi vida) dialogan con voces y argumentos muy fuertes y estudian sin capuchas para construir un futuro mejor. Los delincuentes simplemente están delinquiendo. No hay más.
*Instituto de Ciencias Físicas, UNAM. Centro de Ciencias de la Complejidad, UNAM.
Foto de Lahogera, tomada de internet. Cortesía del autor