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Victoria Soto – In memoriam

 

I

Victoria Soto nació en el sur de Chile, en una población llamada Traiguén, cascada de agua en la lengua mapuche. Sus primeros años fueron campiranos, en esa provincia de Malleco, región de la Araucanía, a 659 kilómetros de Santiago. Quizá de ese origen proviene esa palabra que le encantaba usar, para sí misma y para sus amigas y amigos más queridos: “guachita”, “guachito”.

Cuando Victoria Soto rondaba por sus veintes, una adivina leyó en su mano su destino mexicano: “Te casarás ya mayor y será en un país lejano”. Seguramente, su reacción inmediata la convenció de que esa premonición era una clara muestra de que la quiromancia constituía un arte desorbitado. Pero la realidad se encargó de confirmar la lectura de esa adivina. Fue México ese lugar lejano, donde se casó y tuvo dos hijos. La tierra donde conoció a Roberto Bolaño, el país que fue convirtiéndose en una de sus querencias.

II

Hace unos días, Victoria emprendió su viaje a la eternidad. Nos conocimos en mayo de 2009 La última vez que nos vimos fue a principios de este 2024, cuando le llevé a su casa mi libro Roberto Bolaño: Real Infrarrealista (Carbón Libros – Chile), una memoria que reúne su testimonio y el de amigas y amigos de ese chileno que se volvió universal con su literatura. Comparto aquí algunos fragmentos, como un homenaje a esta “guachita” que andaba por el mundo con una sonrisa en la flor de su mirada y su ser.

III

Victoria Soto, sentada en la sala de su casa, calle Comonfort, Cuernavaca, Morelos, México, junio de 2009. Lo recuerdo como si fuera el día de hoy. Yo era amiga de su mamá, la conocí porque trabajamos en la misma oficina, y en una ocasión ella me invitó a comer a su casa. Llegué, me metí a una recámara para sacarme el abrigo, la bolsa, y ahí estaba Roberto, paradito con su hermana al lado. Se me quedó viendo así medio irónico, como quien dice: «¿y ésta quién es?» Yo le pregunté: «¿quién eres tú?» «Roberto», me contestó, «y ella María Salomé», la hermana, y ya no los vi en la comida ni nada. Era un chavito delgadito, pálido, con una melena castaña que nunca se peinaba. Sus ojitos muy tristes, como caiditos. Vivían entonces en la colonia Obrera y sus padres todavía estaban juntos. León, se llamaba su papá, y Victoria su mamá. Luego se mudaron a Abraham González y ahí los frecuenté mucho más, e incluso viví con ellos durante tres meses. Entonces nos veíamos constantemente y ahí llegué a conocer más a Roberto.

Cuando yo lo conocí sus papás estaban juntos, pero después ya no se llevaban bien. Eran tan antagonistas y se peleaban mucho, pero ¿sabes qué veía?, que a Roberto no le afectaba gran cosa. No se mortificaba porque peleaban, sino que más bien se mofaba: «Ya están peleando otra vez, seguro que mi mamá no se quiso acostar con mi papá». Pero no sentía que estuviera muy apesadumbrado. Victoria y León se separaron: él encontró otra mujer y ella encontró otro compañero. Su padre siempre le decía que en lugar de andar escribiendo tanto se pusiera a trabajar: «estudia algo, si eres bien inteligente. Cómo te pones a escribir, es una pérdida de tiempo, de aquí a que seas famoso, güevón, van a pasar años, si es que llegas a famoso». En cambio, la mamá lo apoyaba mucho: «Coyotito», le decía. «No coyotito, tú vas a ser escritor, no te detengas, sigue escribiendo, lo haces bien». Me decía Victoria que cuando era muy chiquito aprendió a leer. Pensaban que era porque veía los carteles en la calle y se le grababan, por ejemplo, los de Mejoral, Coca-Cola, Chiclets, todo eso. De repente se dieron cuenta de que a los cuatro años ya estaba leyendo cosas y frases largas. Así, muy especial el niño. Me admiraba mucho que escribiera y se dedicara tanto. Porque era un jovencito y escribir parecía ser su vida entera, mientras que los otros chicos andaban de enamorados, pololeando, como decimos en Chile.

La vida, en general, está hecha de trivialidades. A veces yo quisiera recordar de qué hablábamos, pero todo me llega en retazos. Seguro que eran cosas cotidianas: «¿cómo te fue, y que esto y que lo otro, pásame la sal, te voy a presentar a un amigo», me decía, «porque cada vez que te veo sola… Mira, este tipo es para Vicky, se lo voy a presentar», y me presentó como a tres. Yo ya tenía 30 años y él veía que no me casaba ni tenía novio, y andaba desesperado. «¿Cómo es posible?» me decía. «Éste sí, el que no te gustó, bueno, no te gustó, pero este otro sí», y nos reíamos. «¿Por qué no te gustó?» y de eso hablábamos: «Es que ¿sabes qué?, no me gustó por esto y lo otro», y yo le decía: «Es muy mala onda de tu parte que le digas a él que le vas a presentar a una chilena bien buena onda, el tipo cree que una chilena va a ser una muchacha linda, con un cuerpazo, y le sales con que soy yo. Nunca digas eso, si me quieres presentar otro no le digas que yo voy dispuesta, porque más bien voy prejuiciada». Pero no me hacía caso: «Es un chavo de treinta y seis años, soltero, esto y lo otro». Así era nuestra amistad, de gente joven que vive lo que sucede en el momento. Además, yo era amiga de la mamá y con ella hacíamos comidas, hablábamos de que te liga fulano y que no sé qué, lo de siempre. A Roberto le gustaba mucho la comida chilena. Le pedía siempre a su mamá que le hiciera empanadas, y cuando fue a Chile me dijo: «¿Sabes de qué me di cuenta? Comí tomates a lo bestia», porque el tomate chileno, bueno, el jitomate, es más sabroso que el de acá, me dijo. La sandía no, esa no es mejor. Pero él no cambiaba a este país, lo quería mucho. Estuvo de los quince a los veintitrés aquí, y digamos que vivió en Chile cuando uno no recuerda mucho las cosas, entonces sus vivencias fueron más de acá que de allá.

Foto en blanco y negro de un grupo de personas posando por un foto

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Cervera, Soto y Bolaño en Chapultepec 1975 – Archivo de Victoria Soto